Opinión
Las falacias del igualitarismo
Carlos Alberto Montaner
Buenos Aires 30-10-2012 - 6:26 am.
Los Estados que tratan de imponer la igualdad provocan una profunda
infelicidad en los ciudadanos sujetos a sus imposiciones.
Comienzo estas líneas aludiendo al último tercio del siglo XVIII, cuando
se forjó nuestro mundo contemporáneo desde el punto de vista político,
jurídico, y, en gran medida, económico.
Parto de la base de que seguimos siendo hijos de la Ilustración y del
pensamiento de hombres como John Locke, Montesquieu, el irreverente
Voltaire y, tal vez sobre todo, del ejemplo de la revolución americana.
Las ideas que pusieron en circulación, el Estado que entonces diseñaron
—autoridad limitada, poderes que se equilibran, constitucionalismo,
partidos que compiten, alternancia en el poder, propiedad privada,
mercado— y las actitudes que preconizaron para sustituir al viejo
régimen absolutista —meritocracia y competencia— mantienen todavía una
vigencia casi total.
Hoy no solo las 30 naciones más exitosas del planeta se comportan, más o
menos, con arreglo a ese modelo de Estado, sino resulta evidente que los
países que abandonan los sistemas dictatoriales, generalmente opresivos
y estatistas, como la URSS y sus satélites, tratan de desplazarse en la
dirección del tipo de gobierno creado por los estadounidenses.
Esa subordinación nuestra a una cosmovisión bicentenaria no debe
sorprendernos. Al fin y a la postre, todavía viven en nosotros, y le dan
forma y sentido a nuestros juicios críticos, numerosos aspectos de las
ideas de Platón o Aristóteles o los milenarios principios morales del
judeocristianismo.
Igualitarismo, desigualdades y darwinismo social
En consonancia con esta observación, me atrevo a afirmar que el gran
debate intelectual de Occidente en los dos últimos siglos gira en torno
a las desigualdades económicas y a los diferentes desempeños de los
individuos y, por tanto, de las sociedades.
Cuando en 1776 Adam Smith publica La riqueza de las naciones está
intentando explicarse cómo y por qué ciertos países, y especialmente
Gran Bretaña, han conseguido abandonar la pobreza.
La aparición de la obra coincide exactamente con la divulgación de la
Declaración de Independencia de Estados Unidos escrita por Thomas
Jefferson, donde se establece la igualdad esencial de todos los hombres.
Dice el texto en uno de sus párrafos fundamentales:
"Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los
hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos
derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la
búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se
instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes
legítimos del consentimiento de los gobernados."
Pero en ese fragmento tan conocido del famoso documento, radican los dos
elementos que constituyen la médula del problema. Por una parte, todos
los hombres son creados iguales, mas por la otra, todos tienen derecho a
la búsqueda de la felicidad.
Solo que la felicidad es un estado anímico absolutamente subjetivo. Una
persona puede encontrar la felicidad orando en el desierto, vestida de
harapos, como los anacoretas, o puede hallarla en un palacete rodeado de
riquezas materiales.
Puede sentirse feliz y realizado trabajando intensamente en pos de
ciertos objetivos filantrópicos, o, de lo contrario, dedicado al ocio, a
la contemplación o la vida lúdica. Todo depende de sus valores y de las
necesidades psíquicas y emocionales que posea.
Precisamente, una de las causas del fracaso de las dictaduras
totalitarias, y de los inmensos perjuicios que generan, ya sean las de
inspiración marxistas, o las fascistas, sus primas hermanas ideológicas,
radica en que la clase dirigente en esos regímenes se arroga el derecho
a definir para todas las personas cuáles son las características de la
felicidad y cómo cada uno debe vivir para poder encontrarla.
No hay malestar mayor para cualquier ciudadano que sufrir la arrogancia
de unos funcionarios, dueños de la verdad absoluta, empeñados en
negarnos lo que disfrutamos y exigirnos lo que detestamos, imponiéndonos
sus gustos y preferencias en todos los órdenes de la existencia y en
todos los aspectos de la conducta, hasta tejer una camisa de fuerza
social en la que, como suelen decir en los paraísos socialistas en una
frase teñida por la melancolía: todo lo que no está prohibido, es
obligatorio. De ahí que en esos Estados no hay felicidad posible.
En ellos, buscar la felicidad propia, que es la única que existe,
generalmente conduce a uno de los cuatro destinos que los Estados
totalitarios les deparan a los ciudadanos desadaptados: la muerte, la
cárcel, el exilio o la marginación social.
Vale la pena, en este punto, consignar la primera falacia del
igualitarismo: El reconocimiento de que todas las personas tienen los
mismos derechos no implica que obtengan, y ni siquiera que deseen, los
mismos resultados. Los Estados que tratan de uniformar los resultados,
aunque estén llenos de buenas intenciones, lo que provocan es una
profunda infelicidad en los ciudadanos sujetos a esas arbitrarias
imposiciones.
Ante esta afirmación, no faltan quienes alegan que hay algo instintivo
en la especie humana que nos lleva a rechazar las diferencias en los
modos y niveles de vida, especialmente cuando contemplamos personas
rodeadas de riquezas frente a otras que apenas pueden alimentarse.
En realidad, puede admitirse que, en efecto, existe un rechazo
instintivo, pero no exactamente de los grados de riqueza, sino de la
forma de adquirirla.
Se sabe, por experimentos con primates, esos parientes nuestros tan
cercanos, que cuando la recompensa que reciben por la misma conducta es
diferente, el chimpancé agraviado enseña los colmillos y manifiesta su
inconformidad.
Por ejemplo, a dos chimpancés se les enseña a la vez el mismo
comportamiento y a cada uno se le da como premio dos plátanos cuando
hacen correctamente lo que se les pide. Pero si, cuando repiten el
truco, uno recibe los dos plátanos y el otro solo uno, el que recibe la
menor recompensa suele protestar.
Es posible, pues, hablar de una oscura pulsión hacia la justicia a la
que llamaremos instinto, pero se basa en el agravio comparativo de
premiar a alguien arbitrariamente.
De alguna manera, el fin del absolutismo y de la clase aristocrática
responde a esa búsqueda instintiva de la equidad, pero la verdadera
equidad no estaba fundada en el reparto igualitario de los bienes
materiales, sino en la obtención de recompensas y distinciones como
consecuencia de los méritos basados en el conocimiento, el trabajo, la
eficacia, y la competencia entre personas y empresas.
La idea, muy norteamericana, de que nadie estaba por encima de la ley y
nadie, por lo tanto, merecía privilegios, había arraigado en el corazón
del nuevo Estado gestado por los padres fundadores, al extremo de
prohibir constitucionalmente la aceptación de rangos aristocráticos.
Habían llegado a formular ese principio por razones éticas más que
económicas, pero lo cierto es que inesperadamente ahí estaba el núcleo
central del fenómeno del desarrollo y la prosperidad crecientes:
meritocracia y competencia.
Nadie reparó, o a nadie le importó, que ambos factores, tanto la
meritocracia como la competencia, no solo inevitablemente generaran
desigualdades, sino que ésas eran las causas del éxito.
La meritocracia crea un orden social que premia y distingue a los que
más saben, a los que mejor hacen su trabajo, a quienes cumplen las
reglas con más probidad.
La meritocracia establece la supremacía de los mejores, lo que suele
traducirse en un mayor reconocimiento general y, por supuesto, en más
bienes materiales.
Ese orden social crea lo que en la cultura inglesa llaman ganadores y
perdedores, pero es posible que, cuando los triunfos no están fundados
en el capricho ni en la arbitrariedad, sino en el talento y el esfuerzo
objetivo de las personas, la aceptación de esa jerarquía también
responda a nuestros instintos.
Al fin y al cabo, todos sabemos que dentro de nuestra psiquis se
enfrentan dos tendencias no siempre conciliables: por una parte están
las fuerzas centrípetas que nos unen al grupo (distintas formas de
tribalismo, como el nacionalismo o el vínculo afectivo a equipos
deportivos), y de la otra, las fuerzas centrífugas que nos llevan a
tratar de fortalecer nuestro yo para destacar nuestra individualidad y
alejarnos del grupo.
Esa fuerza centrífuga nos conduce a competir con los demás y, cuando es
extrema, cuando es patológica, se hace insoportable y la llamamos
narcisismo.
Para el narcisista, el otro ha desaparecido y la única función de los
demás seres humanos es ponerse a su servicio. Quien no lo hace es una
especie de traidor. El narcisista carece de empatía y por eso es
insoportable.
Por la otra punta del asunto, cuando la autoestima es muy baja, el
individuo sufre. Se siente inferior a las personas que lo rodean y ello
le causa un hondo malestar psicológico.
De ahí que podamos consignar otra falacia del igualitarismo: No es
verdad que instintivamente las personas tiendan a procurar la igualdad.
Si hay, realmente, una urgencia natural, ésta nos lleva a destacarnos, a
tratar de triunfar, a competir y a superar a los otros. Y este fenómeno,
que pudiéramos calificar como darwinismo psicológico, está en la raíz
del desarrollo de las sociedades, aunque dé lugar a desequilibrios y
desigualdades. Tratar de ahogarlo, como suelen hacer en las sociedades
totalitarias, es una receta segura para la infelicidad individual y para
el fracaso colectivo.
El sueño americano y las desigualdades
Uno de los conceptos que mejor resume esta realidad es el que englobamos
tras la frase "el sueño americano". En rigor, pudiéramos sustituir esa
expresión por otra más larga y más clara como "el deseo natural de toda
persona razonable y laboriosa a mejorar su nivel de vida con su propio y
legítimo esfuerzo".
En el pasado hubo un sueño argentino, cuando cientos de miles de
inmigrantes europeos se desplazaron al mayor y acaso mejor dotado de los
países hispanoamericanos.
También hubo un sueño cubano, especialmente entre 1902 y 1930. En ese
periodo, la inmigración europea, casi toda española, prácticamente
duplicó a la población nacional originalmente censada en millón y medio
de nativos.
Y, hasta hace poco, pudo hablarse de un sueño español, dado que en el
curso de poco más de una década casi un millón de hispanoamericanos
volvieron a su vieja casa cultural en busca de un mejor destino.
Pero observemos de cerca ese impulso: el inmigrante busca oportunidades
para separarse del nivel social al que pertenece en su tribu de origen.
La audacia y ese fuego interior que lo lleva a dejarlo todo, y a veces
hasta jugarse la vida en una balsa, en una patera, o colocándose en
manos de un coyote, por lograr un mejor destino para él y para su
familia, es una verdadera declaración de principios contra el igualitarismo.
Ese emigrante quiere ser distinto, quiere sobresalir. Va a Estados
Unidos porque no se trata de un sueño, sino de una realidad: él sabe que
si trabaja duro y cumple las reglas, logra integrar los niveles sociales
medios del país.
No es un sueño: es un pacto no escrito. Un pacto abierto que lo autoriza
a pensar que sus hijos, mejor educados y con total dominio del idioma,
pueden ascender por la amistosa ladera social del único país que conozco
en el que los inmigrantes, nacidos en el exterior, aunque hablen el
inglés con cierto acento extranjero, a base de esfuerzo y talento,
pueden escalar las más altas posiciones en la esfera pública, como ha
sido el caso de Henry Kissinger, del exsenador Mel Martínez o del
exgobernador de California Arnold Schwarzenegger.
Es el caso, también, en la esfera privada de, triunfadores antológicos
como Roberto Goizueta, un exiliado cubano que presidió con un éxito
extraordinario a Coca-Cola, la empresa emblemática del capitalismo
norteamericano, o George Soros, el magnate financiero nacido en Hungría
y ciudadano de Estados Unidos, alguien capaz de estremecer el mercado o
sacudir países con sus compras y ventas de acciones, valores o monedas.
La falacia de los defensores del igualitarismo, quienes,
paradójicamente, dicen ser proinmigrantes, es obvia: Por definición, los
inmigrantes son los mayores adversarios del igualitarismo. Quieren ser
diferentes a la sociedad y al grupo que dejaron en su país de origen.
Quieren escalar por la ladera económica. Buscan mejores condiciones de
vida y reconocimiento social. Es absurdo percibir a los inmigrantes como
pobres que buscan ayuda pública. Lo que procuran es oportunidades para,
precisamente, escapar de la manada.
La torcida ética del igualitarismo
Durante milenios, y muy especialmente desde la entronización del
cristianismo en Occidente, fue muy frecuente la crítica a quienes
detentaban el poder económico.
En esencia, la crítica a los poderosos se basaba en dos consideraciones:
la idea de que la riqueza no se expandía y el comercio de bienes y
servicios era una especie de suma-cero. Lo que uno ganaba, otro lo perdía.
La segunda consideración tenía más fundamento. Desde el surgimiento de
estructuras sociales complejas como consecuencia del desarrollo de la
agricultura, aparecieron los privilegios y las dignidades.
La clase dirigente, esto es, el jefe, los guerreros y los chamanes,
extraían unas rentas abusivas de los campesinos mediante la violencia y
la coerción.
Era natural sentir esas obligaciones como algo profundamente injusto.
Cuando se incrementaron la producción artesanal y, en consecuencia, el
número de comerciantes, todos situados en burgos o centros urbanos, los
privilegios se acentuaron.
Estos factores económicos pactaron con la clase dirigente y crearon lo
que el Premio Nobel de Economía Douglass North llama "sociedades de
acceso limitado".
El dinero de los productores sostenía a los poderosos y el favor de los
poderosos incrementaba el dinero de los productores. Era difícil entrar
en ese círculo vicioso —nunca mejor dicho— de los ganadores.
Esa fórmula (que todavía perdura en la mayoría de los países del
planeta) duró, precisamente, hasta que en Estados Unidos, sin
proponérselo, echaron las bases de un modelo diferente de Estado, basado
en la igualdad de derechos, la competencia y la meritocracia.
En Estados Unidos los privilegios eran mal vistos y todos debían
colocarse bajo el imperio de la ley y la autoridad de la Constitución.
Ganar con ventaja era censurable y, muchas veces, constituía un delito.
No obstante, lo que cambió poco fue el juicio moral sobre quienes
poseían la riqueza y los que nada tenían.
La visión ética siguió siendo la que se empleaba para juzgar a las
sociedades de acceso limitado, sin advertir que comenzaban a forjarse
(sigo con la denominación de Douglas North), sociedades de acceso
abierto en las que el desempeño económico brotaba, en gran medida, del
esfuerzo y la responsabilidad individuales.
En español se abrió paso una palabra cargada de censura: había que
transferir fondos a los desposeídos. Es decir, a las personas a las que
los otros, de alguna manera, les habían usurpado sus posesiones.
Por supuesto, era humanamente correcto ayudar a quienes tenían grandes
necesidades, pero el planteamiento estaba teñido por la culpabilidad,
como si los que nada tenían fueran las víctimas de los que habían creado
y acumulado riquezas.
No entendían algo que José Martí, el más ilustre de todos los cubanos,
explicó en su prólogo a un libro del autor Rafael Castro Palomino a
fines del siglo XIX. Cito: "Pero los pobres sin éxito en la vida, que
enseñan el puño a los pobres que tuvieron éxito; los trabajadores sin
fortuna que se encienden en ira contra los trabajadores con fortuna, son
locos que quieren negar a la naturaleza humana el legítimo uso de las
facultades que vienen con ella".
Se estableció entonces la idea de que la manera justa de rescatar a los
pobres de su miseria era mediante las transferencias constantes de los
poderosos a los menesterosos.
Pero lo perjudicial de esas transferencias no era, obviamente, que se
usaran para ayudar a los pobres a superar su inferioridad económica
mediante el aprendizaje o el apoyo a iniciativas empresariales, como
sucede con los microcréditos, algo generalmente muy positivo, sino que,
en muchos casos, especialmente en América Latina, se convirtieron en
instrumentos de los partidos políticos populistas para fomentar el
clientelismo, con lo cual se perpetuaba el problema en lugar de
solucionarlo.
El PRI mexicano, tras ejercer el poder durante siete décadas, mantenía
en la pobreza, una pobreza agradecida, todo hay que decirlo, a más del
50% de la población que era, por cierto, donde obtenía su mayor respaldo
electoral.
Algo no muy diferente a lo que sucede en Venezuela, donde la popularidad
de Hugo Chávez se sostiene en los sectores D y E de la población, los
más pobres, cooptados mediante una estrategia fatal de asistencialismo.
En todo caso, el fenómeno del transferencismo ha hecho metástasis hacia
otras zonas de la convivencia y hoy afecta a las relaciones internacionales.
El esquema de pensamiento es similar: de la misma manera que muchas
personas creen que la pobreza de un vasto sector de la sociedad se debe
a la riqueza de unos pocos, son legiones quienes suponen que la riqueza
de las naciones poderosas es producto de la explotación de las más
débiles, lo que dicta la necesidad de establecer transferencias
internacionales para paliar este incalificable atropello.
En Naciones Unidas hasta se ha fijado un porcentaje fijo del Producto
Bruto Nacional para cumplir con ese deber: el 0.8%.
En realidad, esas transferencias, manejadas entre burocracias públicas,
sirven de muy poco. En la década de los sesenta del siglo pasado América
Latina, dentro de la llamada Alianza para el Progreso, se tragó treinta
mil millones de dólares sin resultados apreciables.
Y esto fue verdad incluso dentro del campo socialista, donde se suponía
que la planificación centralizada manejara mejor los recursos: solo la
pequeña Cuba fagocitó entre 60 y 100 mil millones de dólares de subsidio
soviético —depende del economista que saque la cuenta— durante los
treinta años que la Isla figuró como un satélite de Moscú.
La falacia de la política de transferencias, defendida por los
partidarios del igualitarismo, es inocultable: Las transferencias de
quienes tienen a quienes no tienen, ya sean personas o países, no
alivian la pobreza, sino tienden a convertirla en un problema crónico. Y
la razón más evidente es que esos recursos los utilizan las clases
políticas dirigentes para amaestrar conciencias y llenar estómagos
agradecidos.
Por otra parte, las transferencias poseen un potencial factor de
disgregación cuando los donantes sienten que son esquilmados por los
donados. Ese fenómeno lo vemos en la Unión Europea, donde un número
creciente de electores de países como Alemania u Holanda prefiere
terminar con la alianza antes que continuar subsidiando a sociedades que
tienen actitudes diferentes hacia el trabajo y la responsabilidad
individual.
Esos electores piensan, con cierta razón, que si los griegos desean
vivir como los suecos, deben trabajar como ellos y no esperar que un
flujo constante de transferencias los indulte del enorme esfuerzo,
disciplina y buen gobierno que ello requiere.
La desigualdad y la competencia
Otro de los caballos de batalla de los partidarios del igualitarismo es
la desconfianza en la competencia y en el progreso. Desconfían de la
producción extranjera porque, supuestamente, destruye puestos de trabajo
nacionales.
Es curiosísimo que quienes suelen calificarse como progresistas suelen
ser quienes con mayor virulencia se oponen a los cambios tecnológicos y
a los avances de la ciencia, basados en la hipótesis, a veces cierta, de
que sustituyen mano de obra.
No en balde, las sociedades dominadas por esos progresistas son las que
menos progresan.
La verdad es que el progreso, al menos en una primera etapa, siempre
genera perdedores.
La imprenta acabó con miles de copistas que devengaban su salario
escribiendo a mano, pero poco a poco fueron sustituidos por los obreros
de artes gráficas.
La luz eléctrica casi liquida la enorme industria de las velas y las
cererías, mas aceleró todos los procesos productivos, modificó los
horarios de trabajo y creó miles de nuevas actividades.
Es tan obvio que el progreso termina por beneficiarnos a todos, aunque a
corto plazo perjudique a algunos, que no vale la pena continuar dando
ejemplos.
Pero el progreso se sostiene, precisamente, en la desigualdad y en el
desequilibrio. Esa es su naturaleza.
Hay espíritus inquietos, desiguales, que se proponen hacer nuevas cosas,
o hacer las viejas cosas de manera diferente. Suelen ser individuos
creativos, rompedores, que traen cierto benévolo desasosiego a nuestra
convivencia.
Joseph Schumpeter hablaba de la destrucción creadora del mercado. Los
consumidores e inversionistas, con sus recursos y sus preferencias,
destruían y construían empresas constantemente.
Tenía razón. Y no era un fenómeno perverso, sino beneficioso. Es así
como mejor se asigna el capital y, al cabo, como más rendimiento
produce, más empresas genera, y con ellas más puestos de trabajo.
Hace unos días, nada menos que Kodak se declaró en bancarrota. La
destruyeron la tecnología digital y los teléfonos inteligentes que son,
además, cámaras de fotografía.
Kodak no supo o no pudo adaptarse a los tiempos modernos. Newsweek
tampoco, y con esa revista cientos de diarios de papel y numerosas
editoriales han cerrado sus puertas.
Internet es una especie de gigantesco tornado que arrasa y absorbe todo
lo que se le acerca: periódicos, libros, música, escuelas, radio,
televisión. Todo.
Esos formidables cambios, naturalmente, conllevan altibajos. Dislocan la
producción y la remuneración de los agentes económicos.
Pero también explican las diferencias de ingresos. Quienes han tenido la
suerte o la visión de formar parte de las actividades preferidas por el
mercado, que suelen ser las de tecnología punta, reciben mayores beneficios.
Por eso prosperan muchos individuos y muchas empresas más allá de la
media. Y por eso, cuando en una sociedad proliferan este tipo de
empresas, no solo el enriquecimiento individual y colectivo es
ostensible: también disminuyen las diferencias que separan a quienes
tienen más de quienes tienen menos.
La principal razón que explica por qué el Coeficiente Gini de los países
escandinavos o de Suiza es más justo que el de las naciones
latinoamericanas o africanas, no radica en el alto nivel de impuestos
que pagan los ciudadanos de esos países, sino por la calidad del tejido
empresarial que poseen, hecho que posibilita el pago de salarios altos.
De donde se deduce y desmiente otra falacia proclamada por los
igualitaristas: Si lo que se desea es reducir las abismales diferencias
que existen en nuestros países entre los que tienen más y los que tienen
menos, la fórmula es desarrollar un tejido empresarial complejo y
moderno, con alto valor agregado, como ha hecho Israel, por ejemplo, la
nación que más empresas incuba y genera de acuerdo con su población, lo
que implica darle una gran importancia a la tecnología y a la ciencia.
Termino con una observación inevitable: no hay que luchar para que todos
dispongan del mismo modo de vida. Eso es contraproducente, contra
natura, empobrecedor. Hay que luchar para que las personas tengan una
educación y una información adecuadas. Hay que inducir el comportamiento
individual responsable para crear ciudadanos convencidos de que una de
sus tareas y obligaciones es sostener al Estado, y no que el Estado los
sostenga a ellos.
La calidad de una sociedad, en suma, no se mide por el grado de igualdad
que exista entre sus miembros, sino por las posibilidades de vivir y
crear riquezas en libertad sin necesidad de la asistencia colectiva. Se
mide, en suma, por las posibilidades que tienen los ciudadanos de buscar
en ellas la felicidad individual.
Aquellos Estados que se ven obligados a asistir a una parte sustancial
de los ciudadanos, y no solo a los que están objetivamente
incapacitados, no son Estados benevolentes y generosos, sino Estados
fallidos precipitados a la violencia, el atraso, el desorden y la
crispación creciente de la sociedad.
Eso es lo que nos ha enseñado la historia.
Carlos Alberto Montaner dictará esta conferencia hoy en la Fundación
Libertad y Progreso, en Buenos Aires.
http://www.diariodecuba.com/opinion/13741-las-falacias-del-igualitarismo
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