Crecer en la Cuba de Fidel
La Cuba de Fidel han sido muchos países distintos. La que le tocó vivir
a la autora fue una Cuba desalentada y hambrienta, a la deriva, en que
la generación de sus padres se quedó sin paradigmas
GRETTEL REINOSO
TIEMPO DE LECTURA 6 min
26.11.2016 – 18:18 H.
"¡Pioneros, por el comunismo… Seremos como el Ché!". El reto estaba duro
y el futuro, cuando menos, comprometido. Al recibir la pañoleta roja de
la organización pioneril, a los diez años de edad, se entraba en esa
fase en que el paradigma ya estaba definido de antemano y tenía rostro
de guerrillero, aunque en el fondo, todos sabíamos un poco que bastaba
con decirlo, corearlo por las mañanas saludando a la bandera, con la
palma de la mano abierta y los cinco dedos apretados sobrepasando
levemente la frente, como muestra de que los intereses de todos estaban
por encima de nuestras individualidades.
Con el muro de Berlín hecho añicos, la Cuba que me tocó vivir fue una
Cuba desalentada y hambrienta, a la deriva, una Cuba en que la
generación de nuestros padres se quedó sola, sin paradigmas; ellos,
luchando el pan para mantener los nuestros. Y casi lo lograron, pero a
un precio altísimo. Crecí en una isla rara, distinta; un país pequeño
del "tercer mundo" que un hombre puso en los titulares internacionales.
Crecí en una isla errante que creíamos que era el centro del universo.
Mi generación nació en los últimos años de la bonanza que llegaba por
las tuberías físicas e ideológicas de la Unión Soviética. Recuerdo algún
que otro "domingo rojo" y me sé de memoria algún que otro "muñequito
ruso" [dibujo animado]. Pero el sueño se acabó cuando aún no
alcanzábamos a comprenderlo y mi generación creció con la sola utopía de
subsistir dignamente, un tanto a la sombra de las ideas del pasado, que
aún prevalecían, por fuerza o por costumbre.
Con el muro hecho añicos nos salvamos como pudimos. Teníamos al líder
que desde hacía décadas había arrastrado a todo el país a un destino
común de "dignidad y gloria" y una vez más, en pleno Período Especial,
sin tener qué poner en el plato, algunos de nuestros padres decidieron
seguirle o dejarse convencer por su oratoria ferviente y sus cantos de
victoria. Otros, desesperados, se lanzaron al mar en busca de una vida
mejor lejos de su influencia y sus palabras. Ya lo he dicho, nos
salvamos como pudimos. Mi generación creció fracturada, pero aún nos
quedaba la alegría, y en la escuela cantábamos todos aquello del
cantautor José Feliciano que decía: "Venga la esperanza, pase por aquí.
Venga de 40, venga de 2000, venga la esperanza de cualquier color,
verde, roja o negra, pero con amor…".
Jugábamos a los soldados, éramos pioneros exploradores y realizábamos
ensayos sobre qué hacer en caso de ataque químico o aéreo. Hacíamos
guardias del Comité de la Defensa de la Revolución (CDR) y guardias
pioneriles, cuidábamos las urnas en las elecciones, condenábamos siempre
al imperialismo y, en general, nos divertíamos muchísimo sin que eso
significara socavar nuestros espíritus infantiles, como ahora pretenden
hacer ver algunos que reniegan de su pasado, o lo confunden, cegados por
el resentimiento.
Crecer en la Cuba de Fidel era participar de marchas multitudinarias y
corear eslóganes repetidos hasta el cansancio, mientras saltábamos como
locos porque a alguien se le ocurrió vocear que "el que no salte es
yanqui". Era hacer murales y pancartas con fotos de héroes y contar una
sola historia, repleta de lugares comunes.
Yo no le debo nada a la Revolución más que el hecho de ser hija de mis
padres. Yo fui niña cuando no había juguetes, ni ropa, ni zapatos y
entre la chiquillería se disputaban los envoltorios de productos
extranjeros como piezas coleccionables. Yo no le debo nada a la
Revolución más que ser una superviviente… aunque eso ya es bastante.
Pero en los momentos de flaqueza a nivel de país, de cansancio, siempre
estuvo Fidel Castro, para recordarnos la proeza que estábamos llevando a
cabo como pueblo, hambriento y hastiado pero antimperialista siempre,
resistiendo… Y escucharle nos llenaba las barrigas, o algo por el
estilo, entre resignación y esperanza.
Le veía tantas veces, en tantos discursos interminables que nunca seguí
hasta el final, en tantas fotos, libros, anuncios, en tantas imágenes,
que ahora me doy cuenta de que frente a él, físicamente, solo estuve en
dos ocasiones, ambas en la Plaza de la Revolución de Santa Clara: la
primera vez bien cerca de él, escuchándole hasta el final, incluso bajo
la lluvia (lo que me ocasionó un tremendo resfriado) y la segunda
perdida en el tumulto, casi sin alcanzar a verle, pero conmocionada con
el regreso definitivo de los restos del Che Guevara. Fuimos, tal vez,
una de las últimas generaciones en emocionarnos, en cantar "El Necio" a
todo pulmón, en compartir ciertos ideales con nuestros padres.
Crecer en la Cuba de Fidel fue también hermanarnos en la carencia,
compartir lo poco, ayudar al otro; fue recibir ciertos valores que
treinta años después me cuesta creer que gran parte del mundo no
comparta. Fue asumir de forma colectiva la épica de David contra Goliat,
de crecerse ante las dificultades, de dar siempre más, de entender como
hermano a un palestino, a un angolano, a un saharaui, a un etíope, a un
nicaragüense, a un vietnamita, de sentirnos en la necesidad de
ayudarles. Cargamos esa cruz, cierto desfase y un ego de tres pares que
probablemente heredamos del Comandante.
Pero hay muchas Cubas en la Cuba de Fidel. Mi Cuba no fue la de mi
padre, ni la de mi madre y ni siquiera la de mi hermana mayor. En la
mía, el derrumbe del socialismo y nuestro andar a la deriva
flexibilizaron los principios y ya podíamos burlarnos de los soviéticos
y sus delirios, hacer chistes sobre el propio Fidel y hasta criticar al
gobierno, casi siempre en voz baja. En la Cuba que me tocó hacíamos
prácticas de tiro y dábamos clases de preparación para la defensa a
sabiendas de que no vendría a atacarnos el imperialismo. Seguíamos el
juego, nos dejábamos llevar por la inercia porque los que nos guiaban no
sabían hacer otra cosa. La Cuba que me tocó, a fin de cuentas, me hizo
fuerte y un tanto indiferente, me enseñó a adaptarme, a no quejarme, a
valorar lo que tengo y echar pa' alante. Me formó lo suficiente para
darme cuenta de que quería y necesitaba más que eso, aunque fuese
simplemente salir de la burbuja y enfrentarme al monstruo de verdad, con
mis propios recursos.
Hoy se me hace raro saberle ausente, aunque de una forma u otra, todos
llevamos a Fidel en nuestras vidas, para bien o para mal. Unos con
devoción, otros con odio. A cada cubano le toca una dosis de Fidel, en
vena, a granel, y cada cual sabrá qué hace con la suya. La historia, esa
que absuelve, dirá exactamente cuándo Cuba deja de ser la Cuba de Fidel
-si no ha dejado ya de serlo- y la verdad es que me cuesta imaginar cómo
será el país en el que crecerán esos cubanos del futuro. Será, sin duda,
un país diferente.
Grettel Reinoso es periodista cubana residente en España, y autora del
blog "Con el Santo Claro"
Source: Crecer en la Cuba de Fidel. Blogs de Tribuna Internacional -
http://blogs.elconfidencial.com/mundo/tribuna-internacional/2016-11-26/crecer-cuba-fidel-castro-muerte-comandante_1295791/
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