Restaurar el Capitolio (y la democracia)
"Las trincheras de ideas valen más que las trincheras de piedra",
escribió José Martí. Es evidente que Obama está de acuerdo con el héroe
nacional de Cuba. Y la historia probablemente demostrará que tiene razón
MICHAEL REID 27 DIC 2014 - 00:00 CET
El Capitolio del centro de La Habana es una copia del Capitolio de
Washington, y se construyó cuando Cuba era una neocolonia de Estados
Unidos. Durante 30 años fue la sede de la cámara legislativa, hasta la
revolución de Fidel Castro en 1959. A partir de entonces se quedó en
meros despachos y cayó en el abandono, con el interior tomado por los
murciélagos. En 2013 comenzaron las obras de restauración, con el
objetivo de que volviera a albergar la Asamblea Nacional. Si se hubiera
cumplido el calendario oficial, Raúl Castro habría pronunciado allí el
20 de diciembre el discurso en el que explicó su acuerdo con Barack
Obama para normalizar las relaciones entre los dos países.
El simbolismo habría sido perfecto; demasiado perfecto. Pero en Cuba
nunca se cumplen los plazos previstos. De modo que la Asamblea se
congregó, como hace dos veces al año para celebrar sus breves periodos
de sesiones, en el Palacio de las Convenciones, de inspiración
arquitectónica soviética. En su discurso, Castro se aseguró, como
siempre, de disipar cualquier ilusión sobre sus reformas, que
oficialmente son una "puesta al día" del comunismo cubano. "Entre los
Gobiernos de los Estados Unidos y Cuba", dijo, "hay profundas
diferencias que incluyen, entre otras, distintas concepciones sobre el
ejercicio de la soberanía nacional, la democracia, los modelos
políticos". No va a haber una rápida convergencia entre las dos orillas
del estrecho de Florida.
¿Qué significado y qué importancia tiene este histórico deshielo
diplomático? Para Estados Unidos, hasta hace dos semanas Cuba era el
objeto de una rabieta que ha durado 54 años. El embargo contra la isla
no tiene razones objetivas, después de que Estados Unidos reconociera a
la China comunista e incluso a Vietnam, un país con el que libró un
conflicto que costó más de 50.000 vidas de norteamericanos y en el que
la guerra fría terminó hace mucho. El embargo, sostenido por el firme
deseo de venganza de la primera generación de exiliados cubanos, ha sido
no solo inútil sino contraproducente. Como advirtió The Economist en
octubre de 1960, "en lugar de ayudar a la naciente oposición, el embargo
de Estados Unidos puede muy bien tener el efecto contrario". Y así fue,
puesto que sirvió de justificación para que los Castro impusieran el
Estado policial y la mentalidad de asedio en la isla.
Con su decisión de avanzar todo lo posible hacia las relaciones
políticas y económicas normales, Obama se dispone a tratar con Cuba como
una cuestión de política exterior, no una causa interna cargada de
emociones. Por primera vez en décadas, Estados Unidos aspira a ejercer
seria influencia en la isla. Las remesas procedentes de allí ya son la
mayor fuente de capital para las pequeñas empresas cubanas. Que Obama
suavice más el embargo significa que el dinero y los recursos
norteamericanos —en forma de remesas, viajes y posibles productos de
importación, por ejemplo, equipos de telecomunicaciones— tendrán un
papel cada vez más importante en la moribunda economía de la isla.
El incipiente sector privado de Cuba —agricultores particulares,
pequeñas empresas, cooperativas— da trabajo ya a 1,1 millones de
personas, más de una quinta parte de la fuerza laboral. Esa cifra
aumentará. Obama cuenta con que la reducción del control estatal de la
economía irá de la mano de una sociedad civil más fuerte y desembocará
en el cambio político. En otras palabras, cuenta con la lógica de los
acontecimientos, no con las intenciones de los Castro.
No es una apuesta a corto plazo. En Estados Unidos, los republicanos,
encabezados en este asunto por Marco Rubio y Ted Cruz, ambos de origen
cubano, se aferrarán a los restos de embargo y se negarán a que el
Congreso apruebe el nombramiento de un embajador en La Habana. Pero
Rubio y Cruz atraen a una base cada vez más geriátrica y se dan de
bruces con la opinión pública estadounidense.
En Cuba, los cambios no serán rápidos. Raúl Castro ha presentado el
deshielo, y en especial el regreso de los tres espías cubanos, como una
victoria del heroico desafío plantado por Fidel y él ante "el imperio".
Ha advertido de que aún queda "una lucha larga y difícil" para poner fin
al embargo (aunque, si Hillary Clinton y los demócratas vencen en 2016,
es probable que no se prolongue mucho más). La retórica de la
resistencia continuará, pero será menos dramática y menos convincente.
Conviene dejar claro que este es un cambio de política tan radical para
La Habana como para Washington. En el pasado, cada vez que otros
presidentes —Nixon, Carter y Clinton— aspiraban a la distensión, Fidel
desbarataba sus esfuerzos con provocaciones organizadas. Ahora, por lo
menos, Raúl ha reconocido que Cuba necesita unas relaciones normales con
Estados Unidos. Este giro tiene dos razones objetivas. La primera, que
los cubanos siempre han sabido que la ayuda venezolana, que representa
en torno al 15% del PIB de la isla, no va a ser eterna. La espectacular
caída de los precios del petróleo desde junio y el deterioro de la
popularidad de Nicolás Maduro han reforzado la necesidad de diversificar
la economía cubana, que este año ha crecido solo un 1,3%.
La segunda razón es lo que los cubanos llaman "el imperativo biológico".
Fidel está cayendo en el frágil olvido de la vejez. Raúl, de 83 años y
mucho más práctico que su hermano, asegura que se retirará de la
presidencia en 2018. El sucesor designado, Miguel Díaz-Canel, nacido en
1961 (14 meses antes que Obama), no puede aspirar a la legitimidad que
daba a los Castro haber encabezado la revolución. A él le juzgarán solo
en función de los resultados, sobre todo los económicos. Por eso, para
entonces, tendrán que verse resultados positivos de las reformas de
Raúl, algo más que la reproducción de la pobreza. Para ello es vital la
apertura económica hacia Estados Unidos.
¿Esa apertura económica producirá el cambio político? No es inevitable,
como demuestran China y Vietnam. Pero Cuba está en una América Latina
democrática, no en una Asia autoritaria. No sería extraño que el plan de
Raúl consista en que Díaz-Canel trate de legitimarse mediante unas
elecciones semilibres, con la participación de unos partidos satélites
más o menos de oposición, como hacía el viejo PRI mexicano. Es posible
que, para 2018, el Capitolio restaurado sirva para algo.
La iniciativa de Obama ya ha tenido repercusiones más allá de Cuba.
Aunque en gran medida haya actuado por motivos internos, el presidente
ha empezado a dar respuesta, al menos en parte, a las tres principales
quejas de los latinoamericanos respecto a Estados Unidos: no se ha
opuesto a las iniciativas locales para legalizar la marihuana y, de esa
forma, ha enfriado la guerra contra las drogas; está intentando reformar
la política migratoria mediante decreto; y ahora responde a las
peticiones regionales de normalizar las relaciones con Cuba. Todo ello,
mientras la economía estadounidense disfruta de una recuperación cada
vez más enérgica.
Qué contraste con las dificultades de Venezuela y Brasil, donde Dilma
Rousseff comienza su segundo mandato, el 1 de enero, en pleno
estancamiento económico y con un megaescándalo de corrupción en torno a
Petrobras, la petrolera estatal. Con todos estos elementos, Estados
Unidos puede recuperar parte de la influencia que había perdido en
Latinoamérica en años pasados.
José Martí, el apóstol de la independencia cubana, insistió siempre en
que las naciones tienen que adquirir la libertad por sí solas, que no se
la pueden otorgar, al contrario de lo que piensan Rubio, Cruz y otros
como ellos. "Las trincheras de ideas valen más que las trincheras de
piedra", escribió Martí en Nuestra América. Es evidente que Obama está
de acuerdo. Y la historia probablemente demostrará que tiene razón.
Michael Reid escribe la columna "Bello" sobre América Latina en The
Economist.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Source: Restaurar el Capitolio (y la democracia) | Opinión | EL PAÍS -
http://elpais.com/elpais/2014/12/23/opinion/1419338559_533986.html
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