A los cubanos no les gusta el campo
JOSÉ PRATS SARIOL | Arizona | 1 Oct 2014 - 9:16 am.
Si es cierto que a los cubanos no nos gusta el campo, ¿dónde hay que
buscar las causas de esto?
El título es una frase del exdiplomático español Carlos Alonso Zaldívar
—que fuera embajador en Cuba entre 2004 y 2009— en una reciente
entrevista (Estudios de Política Exterior, no.161, sep-oct., 2014). La
generalización —repetida por otros— merece un diálogo.
¿Será verdad que a los cubanos no nos gusta el campo? Y de serlo,
¿cuáles son las causas? ¿Qué ha ocurrido?
Aquí entra Fidel Castro, aunque por razones nada rurales. Mediante su
"de cara al campo" quiso y logró controlar mejor a la población, sobre
todo a los jóvenes, con mayores posibilidades de convertirse en
disidentes, escurrirse, protestar, burlar... Por esa causa detuvo la
tendencia urbana, fenómeno irreversible de la modernidad, donde ya Cuba
exhibía índices envidiables por España en 1959.
Pero sobre todo quería controlar La Habana —con odio de pastor que ve
cómo se le escapan las ovejas—, ciudad que por sus dimensiones
demográficas y físicas es menos atrapable, lo que sabía por sus años en
ella antes del triunfo revolucionario y sabe cualquier policía del
planeta; y en menor medida las ciudades más grandes del país: Santiago
de Cuba, Holguín, Camagüey, Cienfuegos, Santa Clara, Matanzas...
Cualquier sitio donde un ser humano normal pudiera refugiarse, pasar
inadvertido, ser anónimo. Y en consecuencia hacer un poquito menos
difícil librarse de presiones, opinar, conspirar.
Nada de elogio gratuito a la vida campestre, al modo de un poeta latino
que apenas salió de Roma. Nada de ecologismo o movimiento verde o amor a
palmas y cañas, guateques, canturías y citas martianas. Amor a sí mismo,
a los mecanismos de control totalitario.
De ahí la perversidad verde olivo. Las leyes de Reforma Agraria, sobre
todo la segunda, para que las Granjas del Pueblo fueran jaulas
estatales; cooperativas para que la Asociación Nacional de Agricultores
Pequeños (ANAP) evitara cualquier oveja descarriada en el tabaco
pinareño —inevitablemente privado—, por ejemplo. Hasta el traslado
forzoso —aprendido de la Unión Soviética— de los campesinos del
Escambray para Pinar del Río, y así evitar los apoyos a los nuevos
guerrilleros anticomunistas.
Obreros agrícolas, no campesinos. Y el arma perfecta para inculcar
sujeción, servilismo y sobre todo miedo: el trabajo voluntario como
mérito y a la vez como castigo a los que deseaban abandonar el país. De
las zafras al aparente disparate de El Cordón de La Habana, que destrozó
el cordón de pequeños propietarios rurales en torno al monstruo
habanero, sin lograr café o que a las vacas les gustara el gandul. Mucho
campo, mucho domingo rojo, mucho agotamiento y asambleas de méritos y
deméritos, donde no ir al campo era pecado mortal.
De ahí que instrumentara para los jóvenes, con aceitada perversidad,
primero el plan de escuelas al campo y luego, hasta donde pudo, las
escuelas en el campo... Rebautizó Isla de Pinos como Isla de la
Juventud, ordenó un plan de cítricos lleno de monótonos edificios del
sistema Girón para becarios, culminó con la enseñanza preuniversitaria
del país en escuelas internas alejadas de las ciudades. Disciplina,
Jóvenes Comunistas, permisibilidad sexual a cambio de docilidad
política... La lista armaría una novela gótica.
¿Disparate? Claro, económico y sobre todo pedagógico y familiar. Pero
para el Poder no: otro acierto del sistema para sujetar las riendas. Así
se explica la resistencia del viejo líder y sus adeptos a cerrar —ya no
había con qué sostenerla— esa estructura agrícola, calzada con el
Ministerio de Agricultura, el del Azúcar, las escuelas al campo y en el
campo.
La ruina obligó a abrir el puño agrícola. Pero a la vez, como siempre,
dejó una salobre secuela: resulta muy difícil incentivar la producción
agrícola, mucho menos convencer a citadinos para que cultiven parcelas
arrendadas, se intrinquen entre matas de café y cacao, cuyos sacos pagan
a precios de esclavistas franceses. Tan difícil como convencer a
inversionistas en la industria azucarera de que la contraparte cubana no
querrá timarlos o será competente y no impuesta desde la camarilla
político-militar.
O tan difícil como ocultar la vergüenza de que el 80% de la comida viene
del extranjero, incluyendo las frutas y legumbres y carnes para
turistas; en un país donde una de cada cuatro personas —según datos
oficiales— se halla por debajo de la pobreza, sobre todo en zonas
rurales y suburbanas. Lo que pone al hambre como látigo para labrar la
tierra.
Pero la vida, como la agricultura, se les está yendo de los puños a los
exguerrilleros. Tal vez a un ritmo donde cada apertura ha dejado de
verse como un signo de inteligencia flexible —Lineamientos—, para
observarse como un desesperado modo de sobrevivir en el poder y dejar
algo —una mata de aguacate para flatulencias— a hijos y nietos.
¿Y entonces en el 2014?
Es el campo de los Castro el que no nos gusta a los cubanos, casi un
camposanto donde los fantasmas son las viejas promesas, los aullidos de
los crédulos militantes, el espejismo de un futuro siempre por
naturaleza pospuesto.
Un campo donde hoy el marabú decide las cosechas, quizás para precipitar
el fin de una pesadilla más larga y cruel que la de Franco, con más
desempleados, funcionarios ineptos y políticos corruptos que en la
España actual, lo que es mucho decir.
Source: A los cubanos no les gusta el campo | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/cuba/1412147805_10617.html
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