Un Castro y dos Putinas
ROBERTO MADRIGAL | Cincinnati | 31 Jul 2014 - 3:04 pm.
La relación con la prole es de especial atención para los dictadores,
que esconden cuanto pueden a sus descendientes.
Una de las características principales del dictador totalitario en su
labor de endiosamiento, es el deslinde de su vida pública y su vida
familiar. Las relaciones humanas son el tabú del tótem en lo cual el
dictador pretende erigirse. Mientras más íntimas, peor. Los máximos
líderes son figuras que se supone guíen a las masas más allá del tiempo
y del espacio. La familia no solamente es lo efímero y terrenal, sino
que rebaja al dios a nivel humano.
Una de las razones de la cursi hipocresía de las democracias
occidentales, que se esfuerzan (sobre todo la americana) en insistir por
presentar en público a los presidentes en compañía de sus esposas e
hijos, es tratar de mostrarlos como seres humanos asequibles, alguien
que se parezca al vecino, un administrador eficiente que se beneficia de
las bondades de la democracia tanto como el resto de los comunes
mortales. En fin, un igual solamente un poquito más igual.
La relación con la prole es de especial atención para los dictadores.
Los descendientes se esconden y no aparecen hasta que el omnipotente y
omnipresente líder se encuentra en su etapa final, ya perdido el combate
con la biología, para utilizarles como dispositivo detonador de
respuestas emotivas en la población y en algunos casos, como elemento de
continuidad.
En los países democráticos esto es casi imposible de alcanzar porque los
presidentes no controlan los medios de comunicación, aunque hay un
acuerdo tácito mediante el cual la prensa trata de no entrometerse
demasiado en las vidas privadas de los vástagos. Incluso las casquivanas
jimaguas de Bush escaparon a un escrutinio intenso a pesar de ellas mismas.
Stalin, Mao y Castro son famosos por la forma en que condenaron a sus
primogénitos a la oscuridad y al anonimato, principalmente durante sus
períodos de infancia y adolescencia. Putin, el nuevo zar, quien cada vez
revela más sus delirios de grandeza y sus ansias imperiales, no se queda
atrás.
Hacia 1966, cuando cursaba el décimo grado, iba casi todos los sábados a
jugar pelota con un grupo de amigos a los ya para entonces estropeados
terrenos de la antigua Universidad de Santo Tomás de Villanueva (no sé
qué será de ellos hoy en día). Un buen día se apareció, sin bulla y con
timidez, un joven que se nos presentó simplemente como José Raúl. Nos
dijo que estaba becado en el preuniversitario Carlos Marx y que nos veía
desde la ventana de su albergue y pidió jugar con nosotros.
Siempre necesitados de gente para completar los equipos, lo aceptamos,
aunque nos sorprendió, porque no pensábamos que los albergues del Carlos
Marx llegaban tan cerca de la Quinta Avenida.
Quizá un año mayor que yo, de elevada estatura pero de físico ordinario,
nada, ni sus habilidades deportivas, lo distinguía, a no ser por los dos
mulatos bien altos y fornidos que calladamente lo acompañaban cada
sábado. Nos dijo que eran sus compañeros de albergue. Tendrían cinco o
seis años más que nosotros, pero entonces, no había límite de edad para
estar en el preuniversitario: tuve compañeros de clase de 23 años. Los
dos mulatos nunca se incorporaron a los piquetes. Se mantenían sentados,
atentos al juego y a cada uno de nuestros movimientos, en un escuálido
fragmento de gradería que subsistía como pobre indicador de tiempos mejores.
Inmediatamente se corrió la voz de que era Fidel Castro Díaz-Balart. Nos
lo confirmaron, con esa incierta certeza que predomina en un universo
que preside el rumor, unos amigos que estudiaban con José Raúl en el
Carlos Marx. Nunca le dijimos nada. Nuestros padres nos advirtieron que
ni se nos ocurriera preguntarle. Más adelante tuvimos otras formas de
confirmar su identidad, pero entonces solamente teníamos esa información
circunstancial. Continuamos jugando como si nada, aunque después lo
comentábamos entre nosotros. Nos limitábamos a jugar y a no expandir
nuestra relación. No hablaba mucho y un día, unos cinco o seis sábados
más tarde, de la misma forma tímida y callada en la que apareció, se nos
desapareció.
El resto de su historia, después de los 80, es bastante conocido. Más
tarde se nos ocurrió pensar cuán triste debió haber sido su
adolescencia, obligado a guardar en secreto su identidad, llevando su
propio rostro y una falsa historia como máscara. Una infancia y una
adolescencia, como Castro castrado, muy distinta a la que probablemente
tuvieron sus primos hermanos, los congresistas floridanos Díaz-Balart.
Desde que asumió el poder, Vladimir Putin se las arregló para mantener
oculta la existencia de sus hijas. De ellas existe información
fragmentada y contradictoria. Residían en el más cómodo ostracismo hasta
que hace unos días, tras el derribo del vuelo MH17, cuyos pasajeros eran
mayoritariamente holandeses, se desató una protesta frente a un lujoso
edificio de diez plantas en la pequeña pero afluente localidad de
Voorschotem cerca de La Haya.
Los protestantes se encontraban ahí porque los dueños del penthouse que
ocupa los dos últimos niveles son María Putina, de 29 años, hija del
presidente ruso, y su esposo, el holandés Jorrit Faasen, de 34 años,
alto ejecutivo de varias compañías petroleras, entre ellas Gazprom, la
corporación estatal controlada por el Gobierno ruso. El alcalde de
Hilversum, pidió que la deportaran, aunque luego se disculpó por su
exabrupto.
Este matrimonio era hasta ahora un rumor no confirmado, pero la
tragedia de la aerolínea malaya lo sacó a relucir y provocó su
confirmación. De igual manera, han salido a la plataforma pública datos
sobre la hija menor, Ekaterina Putina, de 27 años, de quien se dice que
es una orientalista que ha estado comprometida o quizá casada con un
sudcoreano, hijo de un agregado militar de la embajada de Corea del Sur
en Moscú durante los años 90.
Las magras informaciones, de dudosas fuentes, que existen sobre ellas,
sitúan el nacimiento de María en San Petersburgo y el de Ekaterina en
Berlín Oriental, cuando su padre cumplía funciones de la KGB en Dresde.
Lo que sí está confirmado es que ambas estudiaron la primaria en Dresde
y que impulsadas por su padre, continuaron sus estudios en alemán, una
vez que ya residían en Rusia.
A María la han descrito como "glamorosa" y a Ekaterina como "estudiosa".
Pero por mucho que se afane Putin por ocultar a su familia, tragedias,
divorcios y otros sucesos siempre se encargan, como fue el caso de los
hijos de los otros dictadores, de desenterrar los secretos y airear los
trapos sucios. Quizá algún día José Raúl, María y Ekaterina se decidan
a escribir las memorias de sus atroces infancias, de víctimas de abuso
mental por decreto y ayuden a bajar del pedestal a sus inclementes
figuras paternas.
Este artículo apareció en el blog Diletante sin causa.
Source: Un Castro y dos Putinas | Diario de Cuba -
http://www.diariodecuba.com/internacional/1406811862_9749.html
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