Cosas que viví en La Habana: Vicios, fracasos y zafarrancho político
Publicado el Viernes, 29 Marzo 2013 20:10
Por Martín Guevara*
Era ocho de octubre, justo cuando comenzaba la jornada ideológica
Camilo-Che, que llegaba hasta el 28 del mismo mes, día en que en 1959
desapareció en circunstancias más que misteriosas, Camilo Cienfuegos, el
héroe de Yaguajay, la Voz del Pueblo, a quien los cubanos sentían el más
cercano entre los Comandantes de las columnas invasoras.
Desde el año siguiente a la muerte del Che en 1967, tenían lugar estas
jornadas, que eran un período de reflexión revolucionaria, a modo de
cuaresma católica, en que se hacían innumerables homenajes, conciertos,
actos públicos con declamaciones altisonantes, se saturaba la
cotidianeidad de lemas y consignas, los periódicos dedicaban páginas a
ensalzar y resaltar las cualidades sobrehumanas de estos dos héroes de
la Patria, y las mañanas en los colegios resultaban interminables a
causa de las obras que se representaban en honor de los ausentes.
Durante varias noches de aquellos 20 días, en los CDR se organizaban
reuniones, a las que no era del todo aconsejable no asistir, para leer
diferentes trabajos acerca de los dos comandantes. Cualquier evento de
estas características resultaba propicio para que algún vecino con
alguna pequeña manchita en su historial chismográfico se la aclarase un
poco, exclamando en voz alta y firme sus convicciones y aspavientos. La
ciudad se llenaba de carteles, y llegado el último día, el día del
aniversario de Camilo, por la mañana todos los niños de todas las
escuelas eran llevados hasta el Malecón, o hasta otra playa para hacer
una ofrenda floral en el mar, ya que según la historia oficial, su avión
se estrelló en el agua, en un día sin tormentas, después de ir a ver al
Comandante Huber Matos para pedirle que se entregara tras garantizarle
que iría preso 20 años, cosa a la que el valiente camagüeyano accedería
sin mayores pruritos.
Broche de oro
Por la tarde, el broche de oro, lo ponía Fidel, con uno de sus
discursos, transmitidos por ambas cadenas de televisión, por casi todas
las de radio, y retransmitidos al día siguiente para quienes no hubiesen
podido asistir a la Plaza a oír al líder, blandir unas banderitas
gritar algunas consignas, y pasar unas tres o cuatro horas de pie, bajo
el ya atenuado aunque siempre picante sol de octubre.
Me senté en el bar de la UNEAC, El Hurón Azul, enclavado en el patio
lateral de la mansión, arbolado con las mesas y sillas de hierro fundido
pintadas de blanco, bajo los framboyanes.
Fui al Hotel Nacional, me tomé unos rones en el bar de la planta baja,
donde había visto pocos días atrás un performance íntimo y precioso de
Juana Bacallao con Fito Páez. Bebí tragos preparados. Pusieron música de
piano ambiental y conseguí relajarme casi hasta dormirme. Entró una
mujer madura, morena, con senos generosos, aprisionados en un vestido al
que los botones estaban a punto de abandonar. Se sentó frente a una
coqueta mesa ratonera y cruzamos una mirada que duró más que lo que las
buenas costumbres sugieren. Volví a prestar atención a mi vaso, y a los
pensamientos, el bar tenía alfombra roja y todo en él, desde las paredes
hasta el techo eran variaciones del color rojo, ya rojo vino, fucsia o
bordeaux, lo cual inquietaba a la testosterona hasta despertarla, y al
pedir otro trago de Bellomonte, volví a mirar a la mujer escultural, a
la que había evitado mirar pero no había dejado de pensar en ella.
Yo era absolutamente monógamo en un sentido, nunca tenía una relación
paralela, pero fiel, lo que se dice un hombre de una mujer, no era.
Solamente quería a Mariana y de un modo profundo, no había lugar en mis
sentimientos para otra, pero eso solo ocurría con el corazón.
Una vez fuera del hotel y sintiéndome más liviano, pero un poco culpable
con Mariana, me dirigí a un pequeño bar muy coqueto y seguí "cargando".
Ron cinco años de añejo sin hielo, acodado a la barra. Cuando salí del
barcito sentí que tambaleaba, y que el sol en la cara me daba la
sensación de duplicar la narcotización que tenía. Pero en Cuba caminar
por la calle tambaleándose no era algo raro de ver. Toda esquina que se
preciase, debía presentar su borrachín de turno, asido a algún poste de
luz. Llegué a 23 y L, y me dirigí al Hotel Habana Libre, para echar un
trago más al gaznate. No podría beber mucho más porque todo me daba
vueltas, pero quería tomarme el "del estribo" antes de ir a casa a
dormir la cogorza en el regazo de la lejanía del acecho de los sueños.
Las pesadillas como a cualquiera, me aterraban, pero los sueños me
dejaban una brecha directa al abismo, me plantaban la promesa de la
pérdida de la inocencia.
Alguien que nunca había visto
Al llegar a la puerta automática del Hotel que otrora había sido mi
vivienda, la casa donde más años había vivido en mi vida hasta entonces,
todo giró en mí alrededor y caí redondo al suelo.
Cuando volví en mi, estaba sentado en una ambulancia en las puertas del
Hotel, y había conmigo un hombre delgado, de tamaño medio y aspecto
intelectual, que me dijo:
-Sé quién eres.
Alguien a quien no había visto en mi vida, sabía "quién" era, algo tan
difuso que ni yo mismo lo sabía. Aunque el buen samaritano se refería a
algo mucho más mundano y superficial, a que era un Guevara, uno de la
tribu de los Jefes Unga Dunga, de los de sangre azul, con tintes rojos
fuego. Sabía que era sobrino del Che y se quedaba tan ancho al decirme:
Tranquilo, ya sé "quien" eres, mientras yo sentía, como cada vez que me
comparaban con sus ideas prefabricadas de cómo debía ser el familiar del
Mito, que también subrepticiamente me estaba diciendo:
-Y también sé "lo que" eres.
Un día de octubre, como cualquier otro, mi tío cayó redondo en el suelo
no demasiado limpio de una escuelita rural en la quebrada del Yuro, en
Bolivia, con el torso cargado de plomo, con las costillas asomando a la
piel, la sangre manchando su pecho disminuido por el hambre y el asma,
pero temido. Cayó con los ojos abiertos, atentos al último suspiro de la
vida, a las imágenes que salieron por última vez de la cabeza y quedaron
suspendidas en el aire, por un rato, antes de iniciar el viaje hacia el
ámbito de las cosas y personas que le importaban, y de aquellas que
ya no estaban.
El vacío y el vértigo
Su último día coincidió con los últimos días de su destacamento
guerrillero, ya que estaba prácticamente solo. En una soledad más brutal
si cabe, que era evidenciada por el contraste con el objetivo inicial
que era crear varios focos de insurrección en toda Latinoamérica, y como
mínimo una Revolución en Bolivia. Pero estaba sólo, como tal vez habría
buscado sentirse, el vacío llama al que padece vértigo. Había llegado
lejos en su juego, ya que había podido comprobar que su madre podía
morir lejos de él, y que él podía morir lejos de los suyos, desde hacía
un tiempo ya, desde que sabía que esa aventura acabaría con sus huesos
sobre el polvoriento suelo de una escuelita rural cualquiera.
Y como yo no tenía la más minima probabilidad de ninguna de las
grandezas que enuncianban las historias reales y aderezadas de su vida,
pero menos aún las de su muerte, había comenzado a coquetear con vicios
y fracasos, imaginando que esa soledad me confería cierta proximidad a
la esencia de la poesía trágica, que era el único medio para dotarme de
rasgos pintorescos y excéntricos, y por ende sería lo más cerca que
podría estar del destino que yo pensaba que mi tío me había legado a
través de mi padre.
Aunque cuando me quise despegar de ese juego no pude. En una eternidad
viajando hacia abajo comprobé que había ido demasiado lejos, aunque
nunca tanto como los protagonistas de aquellas tan conmemoradas
jornadas, que recordaban a dos ilustres traicionados.
*Sobrino del Che Guevara. Vivió como refugiado en Cuba por 15 años y
permaneció en La Habana hasta 1988. Actualmente reside en España y
escribe un libro testimonial sobre su experiencia cubana y el peso del
mito que rodea a su célebre tío guerrillero.
http://cafefuerte.com/opinion/opinion/puntos-de-vista/2728-cosas-que-vivi-en-la-habana-vicios-fracasos-y-zafarrancho-politico
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