Thursday, November 24, 2011

Diálogos perversos (II)

Diálogo

Diálogos perversos (II)

Segunda de una serie de tres partes

Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 24/11/2011

El interés por el poder permite entender el diálogo que hoy sostiene el
Gobierno con la Iglesia Católica. Es curioso que nadie haga mucha
referencia al diálogo de cooptación que aquel ha mantenido por años con
las iglesias protestantes. Más significativo si se trata del número y de
la representación social de las religiones. La cuestión primordial es
que al régimen solo le interesa el poder, no la convivencia posible y
necesaria. Y en el occidente cristiano, la principal dispensadora moral
de poder en la tierra se llama Iglesia Católica.

En tal sentido es importante entender que justamente el diálogo
Estado-Iglesia Católica revela la improcedencia del diálogo
Estado-sociedad. Si se quiere deducir por qué no es posible el diálogo
con la oposición es imprescindible intuir por qué sí es posible el
diálogo con las iglesias, que no con la religión.

La instrumentación de aquel diálogo es una fuga del régimen hacia un
terreno triplemente seguro en el que, por un lado, se resguarda de toda
discusión cívica del poder en su momento de mayor ilegitimidad; se
refugia, por otro, detrás de la multinacional del perdón, justo cuando
su inmoralidad pasada y presente (la del régimen) es materia de cotilleo
y comunicación globales y, finalmente, vende la imagen de civilidad y
disposición al intercambio mientras compra el tiempo pausado y eterno de
las religiones. Hay un viejo adagio de mucha pertinencia para el
Gobierno cubano ahora mismo. Y dice así: los molinos de los dioses
muelen lentamente. La Iglesia Católica, que cobra sus servicios en
moneda divina, acaba de ofrecerle ese tempo suave del cambio.

Con la sociedad ese diálogo es imposible. Su fuerza cívica y plural le
plantearía al régimen preguntas básicas de legitimidad; su memoria
selectiva lo expondría frente a un pasado poco edificante ―valuado en
2011 con criterios más exigentes de civilización―, mientras que sus
necesidades básicas, acumuladas como fallas geológicas, acelerarían el
ritmo letárgico que el gobierno ha impreso a lo que insisten en llamar
reformas.

La compatibilidad estructural entre catolicismo y marxismo es, como
fundamento, el atlas que sostiene aquel diálogo en marcha. Hay en Cuba
una discusión viva acerca de si la Iglesia Católica es suficientemente
cristiana o de si el Gobierno cubano es suficientemente marxista. La
respuesta a esta inquietud, muy importante para sus respectivas bases,
es necesariamente una cuestión de grado que deja intacta su afinidad
orgánica. El evangelio según Joaquim de Fiore y el comunismo delineado
por Carlos Marx comparten una matriz cultural que los alinea en tiempo
de crisis tras una misma concepción de poder social. Entre principados
anda el juego, y ellos se comunican dentro de un mismo lenguaje de
señales, tropos y símbolos.

Por esta razón es difícil para ambos armar un diálogo hacia la sociedad.
Muestro solamente dos incompatibilidades concretas: el lenguaje
desencantado del mundo cívico frente al lenguaje encantado de aquellos,
y la condición plural de la sociedad cubana frente al monismo comunista
y católico.

Y ese monismo a la defensiva decodifica y comparte su lenguaje hacia la
sociedad usando los mismos términos morales para atacar la pluralidad, y
al mundo llano, marginal e "inculto" de los de abajo cuando intentan
articular su voz en el escenario de la sociedad civil. Con una sola
diferencia: mientras el Gobierno expresa su desprecio públicamente, la
Iglesia Católica lo hace en privado, una vez que se encierra detrás de
las costras del templo.

Esto es natural. Puede entenderse como la técnica de autodefensa ante la
invasión de la pluralidad, por parte de aquellas minorías más o menos
aristocráticas con poca representación social y con mucho poder almacenado.

¿Es perverso este diálogo? En sí mismo no. El diálogo Iglesia
Católica-Estado es tan legítimo como cualquier otro. Que la Iglesia
busque y defienda su propio espacio de acción religiosa es importante en
el mejor sentido: muestra el vigor cultural de las instituciones
independientes dentro de Cuba y demuestra que es posible, con paciencia
y determinación, hacerse un lugar bajo el cielo cubano; en este caso
desde el cielo.

El problema empieza cuando desde su vocación universal, la Iglesia
Católica comienza vicariamente a hablar en nombre de todos los que
considera hijos de Dios; y según el cristianismo, todos lo somos. Lo que
ahora mismo en Cuba está suponiendo una contradicción doctrinal porque
la Iglesia Católica está hablando desde el poder, con el poder y hacia
el poder, poniendo en déficit el debate por los valores.

Pero en el plano estrictamente confesional esto no tiene legitimidad: no
todos los religiosos en Cuba son católicos; en el plano social tampoco:
no todos los cubanos somos religiosos; en el plano político menos: la
pluralidad de tendencias políticas subyace al suelo diversamente
ideológico de nuestra cultura.

De manera que la ambigüedad calculada de la Iglesia al situarse por
encima de la política para articular el otro pensamiento único desde la
política pervierte su diálogo con las autoridades, si es que este
diálogo pretende de algún modo ser representacional.

Este asunto es delicado en Cuba. Tiene que ver con la tradición
asociacionista entre el poder y la religión, con la vieja acusación de
que en definitiva la Iglesia Católica es escasamente cubana, y con el
pulso cultural, también antiguo, entre las sólidas corrientes
socio-liberales y el pensamiento parroquial: sea católico o comunista.

En este sentido discrepo ligeramente de algunos críticos laicos de la
Iglesia Católica que ven en ciertos actos y posiciones de su jerarquía
una cuestión de índole personal. Es cierto que tras la vestidura siempre
es mejor visualizar el carácter. Significa esto que lo definitivo en las
instituciones humanas suele ser el perfil de sus animadores. Sin
embargo, en términos históricos y culturales, resulta engañoso cifrar el
destino de determinadas instituciones en la conducta de personas
específicas, por muy importantes que sean.

Intento situar lo delicado del asunto en el regreso histórico-cultural
al vínculo cada vez más visible entre religión y Estado, que amenaza con
colocarnos, desde otro ángulo, en una fase pre-republicana. Ni el
documento-guía de la próxima conferencia nacional del Partido Comunista,
ni el discurso intelectual de la Iglesia Católica al que he tenido
acceso, visualizan la condición republicana de Cuba. Omisión fundamental
que atenta contra la igualdad cívica de todos dentro del pueblo ―término
que no me gusta pero que es la base que legitima las repúblicas― y
frente a las autoridades. Y entiendo que el pueblo de Dios es bastante
distinto al pueblo republicano.

Delicado en términos históricos, peligroso en términos políticos. Este
diálogo parece seguir las pautas de El Príncipe de Maquiavelo. En él se
parte del viejo principio romano de otorgar al César lo que es del
César, y a Dios lo que es de Dios. El asiento aristocratizante de este
principio tiene varias consecuencias de índole política para una visión
republicana, de las cuales quiero destacar dos. La primera: considerar
que el poder es legítimo por sí mismo, y que lo único que se puede y
debe hacer es aconsejarlo intelectualmente; la segunda: quebrar la
espina dorsal de todo Estado moderno cuya legitimidad descansa en los
ciudadanos. Y esto tiene una doble subconsecuencia cínica, moral y
psicológicamente inaceptable: se entiende que la crítica de valor es la
que circula entre principados, y que la capacidad para el cambio solo
proviene de las alturas. Entonces los ciudadanos, fundamentos de la
soberanía, pueden tener razón y pueden ser lúcidos
pero-no-tienen-legitimidad según esta imaginación de claustro: no
pertenecen ni a la Iglesia Católica ni al Partido Comunista.

Ello no es pensamiento conservador. Ello es pensamiento francamente
reaccionario.

http://www.cubaencuentro.com/opinion/articulos/dialogos-perversos-ii-270877

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