Tres de doscientas
Juan Orlando Pérez
Londres 13-10-2011 - 10:39 am.
Más que su pobreza, lo que hace declinar a las universidades cubanas es
su irrelevancia.
A inicios de septiembre, pocos días antes del inicio del nuevo año
académico, la Universidad de La Habana parecía estar a punto de
derrumbarse bajo el peso de casi trescientos años y su propia abultada
miseria. El Rectorado colgaba de un hilo, la Facultad de Física era una
ruina estrepitosa, y al Aula Magna se le hacían arreglos de emergencia
para que pudiera acoger, unos días después, la ceremonia de entrega de
un doctorado honoris causa al Presidente de Bolivia, Evo Morales, sin
que le cayera el techo encima al invitado, o se hundiera éste,
fatalmente, en un hueco del suelo.
Aún así, medio desarbolada, la Universidad de La Habana logró escurrirse
en la lista de las 50 mejores universidades latinoamericanas, en el
puesto 47. Solo otras dos universidades cubanas, la de Oriente y,
extrañamente, la de Cienfuegos, de las 68 que tiene la Isla, fueron
incluidas entre las 200 mejores de la región, en un reporte de QS World
University Ranking. Que una universidad como la de La Habana, tan pobre,
tan alejada de los centros mundiales del conocimiento, con mínima
autonomía política, intelectual y económica, hundida en un país
devastado por un rasposo sinsentido, sea todavía mencionada entre las
mejores del continente, aunque en un puesto bajo, es una graciosa
sorpresa, un resultado que debería halagar a los profesores y
estudiantes de "la Colina".
QS debe haber alcanzado a ver, en las aulas polvorientas, en la mohosa
Biblioteca Villena, o en las mesas del espeluznante comedor Machado,
algunos brillantísimos profesores e investigadores, que han permanecido
en Cuba por terquedad, por enconado patriotismo, o por mala suerte, y
que cada año, casi arrastrándose, regresan a las aulas a explicar a sus
alumnos La Ilíada, Kant, el Código Napoleónico, o las estructuras
algebraicas abstractas.
Son ellos los que, con gruñona abnegación, han sostenido la universidad
durante veinte años de sucesivas catástrofes, el Período Especial, la
Batalla de Ideas, la Universidad Para Todos, la excepcionalmente cretina
"municipalización" de la enseñanza universitaria…
En estas dos décadas, centenares, si no miles de profesores e
investigadores, abandonaron las universidades cubanas y se marcharon a
otros empleos, más beneficiosos y menos comprometedores, o a otro país,
o a su casa. Fueron sustituidos, a menudo, hasta en posiciones de alta
autoridad, por profesores tan jóvenes e inexpertos que casi se les puede
confundir con estudiantes. Pero todavía quedan allá, en "la Colina", en
la CUJAE, en la Universidad Central de Santa Clara, en Oriente, y, quién
lo diría, hasta en Cienfuegos, notables profesores que, en aulas
desvencijadas o laboratorios decimonónicos, con libros alegremente
obsoletos, con solo dos gramos de internet cada día, o ninguno, sin
oportunidad de participar en las mejores conferencias académicas de su
campo, o siquiera de recibir las revistas científicas más reputadas,
vigilados por la burocracia universitaria, el comité local del Partido y
la Seguridad del Estado, y abrumados por tareas inútiles (¡el Proyecto
Integral de Trabajo Educativo!, ¡la preparación político-ideológica!,
¡los trabajadores sociales!, ¡la REM!) se las arreglan para enseñar a
sus alumnos algo útil, interesante e inspirador.
Da crédito al talento y la dedicación de esos profesores el éxito
profesional y académico de tantos licenciados e ingenieros cubanos que
han completado con rutilante distinción maestrías y doctorados en
universidades ilustres de Estados Unidos, América Latina y Europa, han
logrado ser empleados por las más ambiciosas industrias globales, o han
mantenido abiertos, y más o menos funcionando, con el único recurso de
su ingenio, hospitales, fábricas y centros de investigación en la propia
infortunada Isla.
La Universidad de La Habana todavía saca beneficios de su honda
tradición intelectual, y de la ventaja de estar en la capital, en la
puerta del país, donde todo es más fácil, menos groseramente imposible
que en un sitio como Pinar del Río o, por Dios, Guantánamo, donde dar
clases en una escuela primaria o en una licenciatura es una romántica
proeza. Pero ni siquiera la Universidad de La Habana podría salvarse del
desastre cubano. Todo en Cuba está ya tan bien amarrado, que hundiéndose
el país, se hunde todo con él hasta el Alma Mater, que en otra época
hubiera sido nuestra esperanza de salvación.
Las universidades cubanas se asfixian en un país paralizado por el
abúlico autoritarismo raulista, por la obscena vulgaridad de la vida
social y cultural, y por el agrio escepticismo popular hacia cualquier
idea que suene más complicada que dos más dos, o más peligrosa, de más
riesgosas consecuencias, que "Ser culto es el único modo de ser libre".
Ninguna universidad podría prosperar en un país cuya economía está
eternamente estancada en el borde entre la precariedad y la bancarrota,
y no necesita, ni le caben, ni sabe cómo usar dos mil ingenieros,
trescientos arquitectos y cincuenta filólogos nuevos cada año, y donde
cualquier forma de diálogo social está malignamente limitada por la
tiranía ideológica del Partido Comunista, por la voraz ignorancia
popular, por la debilidad de los escasos grupos intelectuales y por el
extendido hábito de la precaución, o el del miedo. Más que su pobreza,
lo que hace declinar a las universidades cubanas es su chocante
irrelevancia. Cuba, que está orgullosa de tener tantas universidades, no
saca mucho provecho de ellas, parece tenerlas solo de adorno, no la
hacen más rica, ni más libre, ni más feliz.
En enero de este año, el ministro de Educación Superior, Miguel Díaz
Canel, anunció que el país había llegado a la cifra de un millón de
graduados universitarios. Muchos de ellos salieron de las casas más
humildes, y más de la mitad son mujeres, algo que las universidades
cubanas pueden con toda justicia celebrar como su más provechoso
resultado después de 1959. Pero, francamente, muchos de esos graduados,
de la Colina o de la sede universitaria municipal de Colón, tendrían que
ser reeducados, casi desde el principio, para ponerlos a la par de un
licenciado o ingeniero ya no de Cambridge, Harvard o MIT, las tres
mejores universidades del mundo, sino de la Universidad de San Pablo,
quizás la mejor de América Latina.
Hace apenas unos días, el ministro Díaz Canel dijo en la Mesa Redonda de
la Televisión Cubana que su prioridad era "la formación de profesionales
competentes y comprometidos con la Revolución, y la creación de un
claustro de excelencia y revolucionario". Díaz Canel sabe lo que está
haciendo. Si se sale con la suya, llegaremos a oír el estruendo de la
Universidad de La Habana cuando se derrumbe.
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