La noria disidente
Miguel Fernández-Díaz
Miami 20-07-2011 - 10:52 am.
Ni el exilio va más allá de la crítica al castrismo ni la disidencia
interna pasa de la política simbólica.
Ya se perdió la cuenta de cuántas veces los opositores a Castro dentro
de la Isla han urdido tal o cual documento para exigir cambios,
plebiscito, diálogo nacional y etcétera, como si desde Martí no se
supiera que hasta "la revolución de la reflexión" presupone la guerra.
El último gesto de este tipo se denomina El camino del pueblo. Lo trazan
casi medio centenar de cubanos, pero sin indicio alguno de que algo así
como "el pueblo" vaya a recorrerlo, y mucho menos a ayudar a abrirlo.
La propuesta básica estriba en echar abajo el orden constitucional del
castrismo por mero cambio de leyes. Vamos a dejarnos de juegos: para
cambiar la constitución castrista tiene que darse primero la transición
de poderes y no al revés. Así que este "camino del pueblo" es el camino
trillado de lucubrar constituciones con elementos ideológicos. Y es
sabido que siempre desemboca en el paredón del poder constituido: no es
otra cosa que un callejón sin salida.
Nadie se llame a engaño: para salir del castrismo "hay que hacer una
revolución, mejor dicho, una contrarrevolución", tal y como puntualizó
Castro (Biografía a dos voces, 2006, página 555). Lo demás es embeleco,
adornado con una retórica que anda ya por alusiones a "esta tierra
hermosa" y otras cursilerías. Podría decirse que la única contribución
de la disidencia interna a la transición en Cuba es su propia transición
de unos documentos a otros.
Este "camino del pueblo" prescribe los pasos más chéveres para el
cambio, sin aclarar qué banda interpretará la música. Después de tantos
conflictos intestinos, que han malogrado una y otra vez su propia
unidad, la disidencia propone armar una comisión nacional con gente "del
gobierno y de la oposición", como si el grupo político de Fidel Castro,
que tomó y retiene el poder por las armas, hubiera dado señales de
abandonar la tesitura que el propio Castro manifestó de manera ejemplar
al despachar en 1990 toda oposición como quinta columna del imperialismo
yanqui y tachar de paso a todos los opositores de tontos, mentecatos y
cucarachas que ni siquiera merecen ser matadas a cañonazos.
Antes que movilizar al pueblo para abrir tal o cual camino, la
disidencia se engolfa ahora en otro avatar documentario, y así queda
postrada en su crisis recurrente de identidad: no hace política, sino
que, a lo sumo, elabora panfletos. Anotar en un papel cómo desmontar un
Estado totalitario es esfuerzo intelectual que acaso requiera buscar en
internet, copiar, pegar y pasar la mano. Sin embargo, la tarea política
es llevar adelante, con gente de carne y hueso, proyectos de acceso al
poder. Y, aunque muchos entren a info@contodosloscubanos.com para dejar
su "firma de apoyo", esa firma y ese apoyo proseguirán siendo tan
virtuales como el ciberespacio donde anidan.
En el espacio delimitado por la Isla de Cuba pintoresca, sin embargo,
sólo se recicla el Proyecto Varela, que buscó valerse de la constitución
del castrismo para ir contra él, pero sin tener en cuenta que, tal como
Castro hizo la ley constitucional de conceder iniciativa legislativa a
10.000 o más ciudadanos, hizo también la trampa reglamentaria de que
cada ciudadano de ese contingente opositor pacífico debe acreditar su
condición de elector con documento notarial.
Así, el Proyecto Varela se perdió y otros se perdieron aun sin haberse
empapelado, como aquella campaña de "cien mil firmas por la propiedad",
que se desvaneció sin que a nadie importara: ni siquiera a sus
promotores. Solo que nadie escarmienta en cabeza ajena y el turno para
trasegar firmas hasta la oficina administrativa de la Asamblea Nacional
toca ahora a FLAMUR con su petición de una sola moneda.
En vez de retomar de estas maneras el Proyecto Varela, la disidencia
debiera darle a Castro un golpecito mediático con el proyecto inicial,
porque Castro dejó constancia por escrito de que a la iniciativa de
Oswaldo Payá et al. "se le dio tratamiento, se recibió la solicitud, fue
analizada por la comisión correspondiente de la Asamblea Nacional y se
le dio respuesta. Sencillamente se rechazó la iniciativa [y] lo que
ocurrió es que sus promotores no quisieron recibir la respuesta"
(Biografía a dos veces, 2006, páginas 388 y 390).
Aquí hay chance para desacreditarlo. Su dicho supone que aquella
comisión dictaminó algo y solo habría que emplazar a la Asamblea
Nacional a mostrar el dictamen junto con su notificación a los
promotores. Lo inadmisible es que ese dictamen no haya visto la luz
pública para discutir las razones que habría alegado el Estado castrista
—de ser cierto lo que dijo su jefe— para rechazar el Proyecto Varela.
Así mismo es inadmisible que un disidente salga de cárcel y suelten que
"habló desde un lugar no revelado de La Habana", como si no supiéramos
de antemano que ese lugar está vigilado y acaso preparado para la
ocasión por la seguridad castrista. Es inadmisible que, sin habernos
enterado de otra cosa que no sean infiltraciones de agentes de Castro y
peleas de perros entre los propios disidentes, sus organizaciones y
líderes entonen discursos democristianos, liberales, socialdemócratas,
socialistas democráticos y de las más variadas tendencias ideológicas y
nacionalistas, como si la nación cubana hubiera llegado a su más alta
tasa de fecundidad ideológica precisamente bajo el castrismo. Antes de
triunfar Castro no había más que núcleos transitorios de intereses y
clientelas detrás de caudillos.
Desde luego que toda esta descarga tiene que parar en una vieja pregunta
leninista: ¿qué hacer? Pues nada. Esta posición de ataraxia parece más
legítima que largar documentos pa'fuera sin consecuencias pa'dentro o
proseguir con acciones en el exilio que solo podrían utilizarse como
material de estudio para ilustrar la ineficacia de las inversiones.
Habría que ver si, dejando al castrismo solo, se viene abajo solito.
Desde el exilio no se puede luchar contra el castrismo. Ahí tenemos a
Reina Luisa Tamayo. Hablemos claro: reina por un tiempo. Pedro Luis Díaz
Lanz había sido jefe de la fuerza aérea de Castro, rindió igual que ella
testimonio ante el Congreso de los EE. UU. y terminó viviendo en su
propio van hasta darse un tiro. Reina Luisa sabrá más temprano que tarde
que en el exilio no se puede luchar part time contra Castro, más allá de
hablar o escribir en su contra sin temor a ser encarcelado. Exiliarse
implica tener que ganarse la vida de manera poco acostumbrada dentro de
la Isla: trabajando. Reina Luisa llegará también a comprender que
incluso los anti-castristas full time de aquí distan mucho de surtir
efectos provechosos allá dentro.
La premisa cardinal para enfrentar al castrismo es reconocer que se ha
desparramado desde los hermanos Castro hacia abajo y no es cosa de
ellos, sino de la nación cubana. Toda tensión prolongada es falsa.
Ningún pueblo tiene derecho a descargar por más de medio siglo la culpa
sobre sus gobernantes, mientras tanta gente pervive entre dos susurros:
el de los complotados para escapar de la Isla y el de los soplones al
oído de la policía.
Todo exiliado dejó por definición el teatro de la guerra en manos de
Castro. Hay que ser consecuente con esa tragedia y dar a Cuba por
perdida. De lo contrario, la vana ilusión de que los grupos de exiliados
aquí y de opositores allá pueden conjugarse para tumbar algún día a
Castro continuará bloqueando el entendimiento de que el castrismo viene
arraigando en el sur de la Florida por las vías clásicas de
colonización: la extracción de capital (a través de la industria de
viajes y remesas, llamadas y paquetes a Cuba) y el asentamiento humano,
a través de la invasión demográfica en sordina que transcurre luego de
haber lanzado Castro tres de mucho escándalo: Camarioca y los Vuelos de
la Libertad, Mariel y la Crisis de los Balseros.
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