El dictador perfecto
Miguel Cossio
El partido son mi hermano Raúl y el resto. Yo soy Fidel Castro y seguiré
con ustedes desde otro puesto de mando en mi humilde posición de
militante y "soldado de ideas".
Así, más o menos, con un plumazo en Granma, Fidel Castro anunció que
dejaba de ser, de una vez y por todas, el partido, el gobierno y el
Estado, para convertirse en un dictador perfecto, que no necesita cargos
y que ha superado con creces la mayor ambición de cualquier político;
esto es, ejercer el poder absoluto sin cargar con la responsabilidad de
sus errores, ni ser susceptible de crítica, defenestración o juicio
alguno. Ser inimputable, lo que, en términos jurídicos, se aplica a una
persona eximida de responsabilidad penal por no poder asimilar la
ilicitud de un hecho punible, en este caso el afán de perpetuación de un
sistema envejecido y corrupto.
La historia está llena de césares, dictadores, zares y mandamases que
tuvieron que afrontar las consecuencias públicas de sus delirios y
determinaciones. En no pocas veces los dictadorzuelos latinoamericanos,
como hábiles ventrílocuos, pusieron al frente de sus regímenes a dóciles
marionetas, que hablaban con voz impostada y hacían lo que al otro se le
antojaba.
Durante medio siglo Fidel Castro asumió todas las máscaras posibles para
disfrazar su poder hegemónico: comandante, comandante en jefe, primer
ministro, primer secretario del partido, presidente de los consejos de
Estado y de Ministros, jefe de la revolución y otros títulos de similar
catadura. El pueblo, siempre sagaz y burlón, llamó cuchara a Osvaldo
Dorticós porque, como supuesto presidente del país, ni pinchaba ni
cortaba. Y en las conversaciones privadas a Castro se le nombraba como
el Uno, el caballo, o se le representaba con un gesto alusivo a la
barba. Toda esa mascarada la borró de un tirón el propio Castro, al
"renunciar" a todos los cargos en el Estado y el partido, y no aparecer
siquiera entre las amañadas listas del Comité Central.
Ahora es, eufemísticamente, el líder de la revolución, un rango que está
por encima de cualquier cargo terrenal, que trasciende el estrecho mundo
de la política concreta y cotidiana, está más allá de la comprensión de
los ciudadanos comunes, inspira pero no se compromete con las mediocres
medidas que puedan adoptar sus correligionarios.
Castro ha logrado, así, seguir en el poder desde un más allá casi
esotérico. Una suerte de representación moderna del papa Borgia,
Alejandro VI, a quien Maquiavelo admiraba porque era un hombre que
utilizó la técnica del engaño para sus propios fines, conociendo
perfectamente dónde se movía y cómo era cada quién y, por tanto, qué
debía darle a cada cual.
Desde su Olimpo, el viejo más que diablo Castro ha encontrado en su
hermano a un vicario, a veces respondón, que ejercerá el poder en nombre
de un dios invisible, que en las noches le dicta los discursos; le
palomea las listas de gobernantes y funcionarios; le opaca cuando
quiere, recibiendo a presidentes, políticos y personalidades
extranjeras, y que eventualmente no vacilaría en siquitrallarle también,
porque en su ilimitado concepto de sí mismo es capaz de aplicarse las
palabras sagradas que acaso recitan los religiosos: Yo soy el que soy.
Pero Castro no es el que es, ni un dios que, desde las alturas, seguirá
rigiendo para siempre los destinos de Cuba. Es un anciano malévolo, con
un hermano viejo y dependiente, que insiste en tener a un país al borde
del precipicio.
Mario Vargas Llosa definió al PRI mexicano como la dictadura perfecta.
Como se trataba de revolucionarios institucionales, los líderes priistas
se repartieron esa dictadura en periodos presidenciales de seis años a
lo largo de siete décadas.
En medio siglo, Fidel Castro no necesitó reemplazo para ejercer su
voluntad. De ahora en adelante, quizás la siga ejerciendo. Pero estos
años de dictador perfecto, en retiro, ya no cuentan en su récord.
http://www.elnuevoherald.com/2011/04/20/926193/miguel-cossio-el-dictador-perfecto.html
No comments:
Post a Comment