01, Jul, 2011 Héctor Ñaupari Belupú
En América Latina, cuando se pregunta a los taxistas que colocan la
imagen del Che en sus vehículos o a los jóvenes que lucen el rostro del
guerrillero en coloridas camisetas sus razones para hacer tal cosa, se
nos responde con la vaga justificación que el Che "luchó por los pobres"
o "por sus ideales". Esta salida no debe asombrarnos: si lúcidos
intelectuales afirman sin titubear que los niños de la Europa del XIX
eran explotados bárbaramente, a pesar de la demostración en contrario de
distinguidos historiadores económicos como T.S. Ashton y R.M. Hartwell,
o economistas como William H. Hutt y Ludwig von Mises, los cuales
aclararon cómo la revolución industrial incrementó notablemente la vida
de las masas, expandió la natalidad y el bienestar, gentes menos
instruidas pueden creer que un asesino en serie es un justiciero social,
una suerte de Cristo de los pobres al que hay que adorar y rendir culto.
Un par de ejemplos anecdóticos de esa veneración delirante las encuentro
en mis recuerdos: en mis años mozos nos recibía una estatua del Che
Guevara a la entrada de la Facultad de Derecho de la Universidad Mayor
de San Marcos, hecha con más ganas que con verdadero arte, ante la cual
muchos se arrodillaban; incluso, recuerdo que uno de mis condiscípulos
de entonces se llamaba Gerardo Che Janampa, en homenaje al médico
rosarino, lo que decía con orgullo entonces, como joven y disciplinado
socialista que era, y hoy pretende no recordar, convertido ya en
dedicado empresario.
Sin embargo, ni los taxistas, ni mi amigo emprendedor, como tampoco los
jóvenes latinoamericanos que ostentan el perfil barbudo fotografiado por
Korda en sus remeras, leyó nunca un solo libro o artículo escrito por
Ernesto Guevara. Les convendría hacerlo: así sabrían que, por su sola
condición, serían los primeros en ser ultimados por el autor de América
Latina: despertar de un continente. Lo terrible de todo esto es que no
lo creerían, incluso luego de leerlo, y afirmarían su fervor guevarista
con mayor entusiasmo. Dicho esto, ¿cómo explicar esta adoración por el
Che, que desafía toda sensatez, todo llamado de atención sobre su vida
destructora, todo recuento pormenorizado de sus crímenes?
Una primera forma de dilucidarlo es definir la pérdida de esta liturgia
como el horror al vacío: desacralizar a Ernesto Guevara y mostrarlo como
la bestia sanguinaria que en realidad fue, supone, para todos los
socialistas, y muchos confundidos, quedarse sin su último apóstol laico.
Tras ese paso, sólo les queda la nada, el descreimiento absoluto, la
ausencia completa de figuras a las cuales admirar. Ante ese desamparo,
la ceguera es la única alternativa.
Una segunda manera de desembrollar la piedad por el Che es entendiendo
que su pretendida heroicidad colma en gran medida la perpetua sed
socialista latinoamericana por héroes justicieros. Por ello mismo,
refleja la profunda cobardía de los socialistas de hoy, que creen que
portando una camiseta con su rostro ya han hecho la revolución, cuando
sus padres o abuelos fueron efectivamente ofrendados al Dios Moloch del
socialismo, así como a su santón y profeta. No olvidemos que dos
generaciones de latinoamericanos fueron exterminados en nombre de este
genocida, jóvenes que pudieron aportar mucho a sus países y que se
convirtieron en guerrilleros por seguir su ejemplo.
Finalmente, hay que considerar el épico esfuerzo del socialismo de
nuestras tierras por ocultar la historia real del Che, desbaratando sus
hechos reales, modificando sus fechas, hasta llegar a la audacia de
desconocer los asesinatos que cometió, dirigió u ordenó; y, por si no
fuera poco, dejar bien asentadas las tinieblas del engaño, al ser
repetido incesantemente en las aulas escolares y universitarias;
reeditado en los textos que aprenden, junto con sus primeras letras,
nuestros niños, y ellos mismos, ya jóvenes, en las universidades; o
visto, por centenares de espectadores, en películas y documentales.
Pero toda esa circunstancia, a primera vista imposible de revertir,
puede ser transformada si nos sujetamos a la verdad. Dar a conocer,
incansablemente, los homicidios y transgresiones de Ernesto Guevara es
la tarea. El Che mató a más personas que Charles Mason, y debería ser
considerado un genocida de los pueblos latinoamericanos, como Stalin y
Mao Tse Tung lo fueron para sus propios pueblos. Si dejamos asomar la
serena faz de esa evidencia, podremos exorcizar el fatuo ícono que
representa falsamente la justicia para los más necesitados. Que así sea.
http://www.iplperu.org/2011/07/las-siniestras-razones-para-creer-en-el-che/
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