La 'priización' del PCC (II, final)
Manuel Cuesta Morúa
La Habana 22-04-2011 - 3:05 am.
El VI Congreso del Partido Comunista deja definido un gobierno de
minoría para beneficio de una minoría.
Las reformas y su ritmo, comentados en este VI Congreso, expresan clara
y ejemplarmente las necesidades perentorias para rearticular, en tiempo
suficiente, el poder de aquellos mismos que lo han ejercido por más de
50 años.
La desesperación mundial para que algo se mueva en Cuba —muy visible en
medios de comunicación, en ámbitos diplomáticos y en algunos gobiernos—
ha llevado a una sinfonía de aplausos tempranos y ruidosos en relación
con las reformas. Aquí hay algo parecido al Síndrome de Estocolmo: un
mendrugo de pan, en medio de un campo de concentración, al borde de la
inanición de los concentrados, es todo un progreso y una muestra
positiva de voluntad humanitaria.
Se puede y debe conceder esto: tomadas individualmente, las reformas son
positivas. Pero su significado más claro es el de mostrar y demostrar
que cuando se da un paso en dirección de la economía, esta funciona. De
manera que el Congreso no definió lo que es fundamental: el cambio de
las estructuras económicas, en la propiedad de la tierra, en la
liberalización del trabajo en las empresas económicas del Estado, en la
apertura a la gestión pública de las empresas, y en la licitación
abierta con preferencia para que los trabajadores adquieran acciones, en
medio de una economía de mercado y tras un plan abierto y estratégico.
Por el contrario, el Congreso se decantó por un capitalismo mercantil al
contado, alrededor de la compra-venta, los salarios deprimidos y la
renta del Estado; en detrimento de un capitalismo productivo, moderno,
basado en la gestión de los servicios, la economía del conocimiento y la
apertura a la información global.
En tal sentido, el VI Congreso del Partido Comunista deja definido
claramente que, en lo adelante, tendremos un gobierno de minoría para
beneficio de una minoría. A menos que se siga pensando en la capacidad
taumatúrgica del pensamiento mágico —el pensamiento que primó en este
Congreso, lo que asegura el fracaso de unas reformas que exigen
proyección estratégica, sentido realista y mentes más maduras— no hay
manera de demostrar que el usufructo de la tierra, la economía privada
en la infraempresa mercantil, los altos impuestos, el mercado laboral
cautivo y la eventual compra-venta de la vivienda puedan beneficiar a
las grandes mayorías, en medio de una economía altamente endeudada, con
bajos niveles tecnológicos, de pobre entramado empresarial y sin ahorros
ni capitalización suficientes. De cualquier manera, muchas de estas
reformas solo eliminan prohibiciones permanentemente burladas. Lo que es
saludable porque el intento sistemático de impedir algo intrínsicamente
imposible es una empresa corruptora.
Esta apertura al capitalismo comercial, incapaz de aprovechar ese boom
de las materias primas que beneficia a las principales economías
latinoamericanas, es un regreso a la economía mercantil del siglo XIX
combinado con prácticas neoliberales de fines del siglo XX, tanto en el
mundo de las finanzas —al inquilino que no pueda pagar la electricidad
simplemente se le corta— como en la reestructuración del empleo —los
trabajadores serán lanzados a la calle a competir, sin opciones ni
subsidios compensatorios, en una estructura económica limitada a 178
oficios.
Todo lo anterior se produce en medio del abandono de una agenda
socialista, en la que el beneficio se determina a partir de la
estructura social, para adoptar una política asistencialita —en una
imitación grosera de Estados Unidos— en la que la ayuda es
personalizada. Y el siglo XXI debe esperar.
Desde la realpolitik, esto merece aplausos. Desde un proyecto de nación,
solo merece críticas. La cuestión para la mayoría de los cubanos no es
hacer del movimiento del gobierno cubano una virtud. A fin de cuentas, a
todos los gobiernos siempre se les recuerda, de un modo u otro, que
están ahí para que hagan algo. Para nosotros el dilema es el de
aquilatar si ese movimiento se hace en la dirección indicada, del modo
correcto y al ritmo necesario. Si en las utopías el tiempo no cuenta,
una vez que estamos despiertos el tiempo comienza a importar. Y podemos
darnos cuenta que lo hemos perdido.
¿Qué perfiló definitivamente este Congreso? El retiro del
Estado-providencia en beneficio del capital extranjero, del Estado
corporativo y de ciertos intereses razonables. Nada más.
Se acelera así, con más rapidez, la cuenta progresiva de los perdedores.
En primer lugar, los ciudadanos. En la medida que el Partido Comunista
se desentiende de las responsabilidades administrativas para
autoproclamarse como poder moral, se sigue destruyendo la capacidad de
los ciudadanos para definir democráticamente y en libertad los marcos de
su propia convivencia en el plano político. Un partido que racistamente
sigue considerándose como superior desde la Constitución misma —la única
constitución, por cierto, de las consultadas por mí, que con desenfado
dice que un grupo humano es superior a los restantes grupos humanos.
Semejante sacralización moral del PCC, sin fundamento alguno en sus
prácticas de 50 años, es realmente peligrosa, nos acerca políticamente
al Irán de los Ayatólas y da cobertura teocrática a la irresponsabilidad
de aquellos que ejercen una dualidad de funciones en el Partido
Comunista y en el Estado.
En segundo lugar, la cuenta progresiva de los perdedores atrapa a la
tercera edad de la revolución. Los ancianos son los grandes perdedores
en esta reestructuración, y esto parece obvio. La pérdida mayor para
ellos es, sin embargo, moral: observar cómo la tensión entre actitudes y
valores, siempre presente en los asuntos humanos, es zanjada a favor de
las actitudes pragmáticas y contra los valores inculcados debe ser
psicológicamente destructiva para gente que voló por encima de los sueños.
En tercer lugar los trabajadores. Favorecer a las clases medias puede
ser visto como modernización. Esto, siempre que la modernización se base
en una reestructuración económica que dé la oportunidad a los
trabajadores de seguir siendo trabajadores, además de cuentapropistas.
En cuarto lugar, atravesando esta cadena enredada de perdedores, están
los negros. Ellos no tienen ahorros ni son, en su mayoría,
recapitalizables por los inversionistas extranjeros. No tienen casas ni
autos que vender, ni dinero con que comprar bienes duraderos. Muchos se
encuentran en las prisiones, o son candidatos a ingresar en ellas si son
atrapados por las redadas esporádicas y entusiastas de la policía; son
marginales por marginados y no despiertan interés, excepto el que
combina lo erótico con lo exótico, para los intereses extranjeros que se
mueven con velocidad a jugar golf. A lo sumo, pueden servir bien para la
construcción de marinas y campos de juego, reproduciendo la estructura
racial de este capitalismo batistiano que se recupera como amarga ironía
de la historia. Y los negros son, más o menos, la mitad de la demografía
cubana.
Para esta cadena de perdedores el VI Congreso tuvo dos ofertas. Un
discurso retórico que se aferra a las palabras tradicionales de control
mental, social y político de la sociedad —y todas tienen que ver con los
conceptos del socialismo y del nacionalismo—, para garantizar que el
poder pueda recircularse en la misma elite. Este discurso
revolucionario, que confunde la Revolución con quienes la hicieron, no
pudo elevarse a las cotas líricas del pasado —buscando apoyo en el
pensamiento racista e integrista de Cinto Vitier— pero perseveró en su
intento de romantizar épicamente la acción para mantener el entusiasmo
de forma permanente, de modo de conseguir que los que aún se consideran
revolucionarios se sigan levantando, día tras día, con la misma
disposición para las nuevas tareas. Hasta dónde logrará impacto esta
oferta repetida es cuestión de tiempo.
Y a juzgar por la aceleración del tiempo, las posibilidades indican una
tendencia: la conversión rápida de los revolucionarios en ciudadanos.
Frente a estos el VI Congreso ofreció, en toda su crudeza, un discurso
autoritario, ese que empieza cuando se intenta justificar; cuando
aparece con nitidez el agotamiento físico y emocional de las energías
utópicas de una sociedad. Para los ciudadanos, el VI Congreso no empleó
—no podía— su poder de persuasión, sino su capacidad de justificación y
de infundir miedo. Como todo discurso autoritario y amenazante, aquel se
puso a la defensiva para pretender explicar por qué el propósito utópico
de la revolución ya no está. Quiso sujetar a los ciudadanos
transfiriendo la culpa a los Estados Unidos y amenazando a aquellos con
el castigo severo. Hizo, hasta cierto punto, una apropiación
revolucionaria del discurso contrarrevolucionario para preservar el
poder y liquidar a sus adversarios.
La primera víctima de esa política de solución final, después de
legitimada desde lo más alto del Estado y del Partido Comunista en el VI
Congreso, se llama Sara Marta Fonseca Quevedo, una vieja víctima de un
gobierno que se dice nacionalista, pero que se pone del lado de
intereses extranjeros frente a los mismos intereses solo porque son
cubanos; y que insiste en llamarse socialista, mientras se niega de
plano a poner las empresas en manos de los trabajadores. Es duro
observar el linchamiento de la integridad física y moral de una persona
en nombre del socialismo, cuando este solo enmascara la movida violenta
hacia el capitalismo.
Para los que entienden que Cuba es solo un país en crisis que exige un
reajuste de enfoques y una definición más o menos oscura del rumbo, el
VI Congreso del Partido Comunista puede ser considerado un interesante
punto de partida.
Pero para los que entendemos que Cuba es un país fallido que requiere un
reajuste de enfoques, una redefinición clara del rumbo, forjar las bases
de un nuevo contrato político y establecer una nueva claridad moral, el
VI Congreso del PCC es una mera oportunidad para alcanzar la felicidad
en los términos que la describía un analista político: hacerse el tonto
y tener un par de artefactos. Los que puedan.
http://www.diariodecuba.com/opinion/4262-la-priizacion-del-pcc-ii-final
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