Monday, August 24, 2015

La impudicia de la indulgencia

La impudicia de la indulgencia
[23-08-2015 22:22:28]
Alberto Medina Méndez

(www.miscelaneasdecuba.net).- La corrupción atraviesa a los gobiernos
desde hace mucho tiempo. Su omnipresencia abruma y su permanencia se
sostiene sobre su naturaleza estructural, esa que la hace casi imposible
de erradicar. Es tal su potencia que ha logrado que la sociedad la
naturalice, la incorpore como parte del paisaje y, en ese contexto,
tolere convivir con ella casi sin escandalizarse.
Este fenómeno cultural ha penetrado con tanta fuerza que no solo los
corruptos creen estar haciendo lo correcto y asumen que cualquiera haría
lo mismo en su lugar, sino que también los que entienden que ese modo de
vida es incorrecto parecen haber caído en la trampa de la mansedumbre.


El daño que este perverso hábito ha generado no solo impacta a la hora
de vaciar las arcas del Estado en cualquiera de sus formas, saqueando
los recursos de toda la sociedad. El asunto es más complejo aún y los
alcances del deterioro moral son mucho más profundos que lo que pueda
imaginarse.

Es increíble observar como se ha desplazado el umbral que traza la línea
entre las personas integras y los criminales. El saber popular solo
colocará en la lista de los corruptos a aquellos que delinquen con
obscenidad, los que lo hacen con absoluto descaro y sin ningún tipo de
escrúpulo.

Los sutiles, los mesurados, los más educados y menos burdos, quedarán
prácticamente eximidos de su responsabilidad. Es que la experiencia
cotidiana indica que todos los que conducen los destinos del gobierno,
tendrán que hacerlo de algún modo, por lo tanto lo que termina
importando son las formas y eventualmente los montos, y no
necesariamente la actitud.

Es demasiado impactante seguir de cerca esos diálogos en los que parece
vital desplazar del poder a los delincuentes de turno para reemplazarlos
por otros que, haciendo lo mismo, solo han tenido ciertos cuidados para
no parecerse demasiado a los primeros.

Es tiempo de que la sociedad se sincere plenamente y se anime a
explicitar con total claridad cuáles son sus verdaderos valores morales.
Es relevante saber, a estas alturas, si realmente la corrupción es
absolutamente inaceptable o solo se trata de rechazar lo grosero y
rústico, de cuestionar los modos y ciertos desagradables estilos personales.

Por triste que resulte, se ha instalado vigorosamente una postura
demasiado frecuente, que plantea argumentos frágiles, de gran debilidad
no solo intelectual, sino de una relatividad moral que espanta.

Gente inteligente, con acceso a la educación, sin carencias económicas
que condicionen su supervivencia, son los que militan con más vehemencia
en esta eterna e inexplicable doble moral.

Despotrican contra los malhechores cuestionando sus aptitudes y
criticando su indecencia crónica, pero con idéntico entusiasmo idolatran
a personajes de dudosa reputación que solo pueden mostrarse como una
versión atenuada de similares conductas.

Al final, todo parece ser una simple cuestión de magnitudes. Los que
roban mucho son considerados corruptos, pero para los que lo hacen
moderadamente existe un indulto social completamente incomprensible.

Es patético, pero definitivamente contemporáneo. Una importante porción
de la sociedad solo aspira a elegir a los ladrones más civilizados,
simpáticos y discretos. Los honestos prácticamente no aparecen en la
grilla y entonces la comunidad no hace más que optar entre diferentes
delincuentes.

El problema de fondo es que los honrados no participan lo suficiente
como para cambiar la esencia de la política, aunque es justo reconocer
que muchos lo intentaron. Algunos, luego de hacer su máximo esfuerzo, se
encontraron con que todo era mucho más complejo de lo previsto. Los
menos perseveraron y aún siguen intentando ese difícil recorrido. Otros
decidieron desistir frente a las infinitas e insalvables dificultades.

Un grupo importante de los que ingresaron a la política para aportar
integridad, decidieron mutar y aceptar las impiadosas reglas de juego,
claudicando en sus convicciones, bajo el cómodo argumento de asumir que
no existe otro modo de hacer política que abandonar los principios.

Es importante no resignarse con tanta docilidad y creer que todo seguirá
siendo igual, solo porque siempre fue así. Los cambios se consiguen,
primero asumiendo que resulta posible lograrlo. Las utopías dejan de
serlo cuando se actúa en consonancia con los sueños. Si no se hace nada
al respecto, seguirán siendo solo ideales vacios de los que nadie se ocupa.

Claro que se pueden admitir que existen ciertas circunstancias en las
que se debe elegir el mal menor. No se debe dejar de lado lo pragmático
frente a una situación límite. Muchas veces se trata justamente de optar
por la alternativa menos desagradable.

Lo que resulta inadmisible es convertirse en un entusiasta impulsor de
un grupo de bandidos, con el agravante de disimular deliberadamente sus
inocultables vicios, minimizar sus defectos, para transformarlos en
artificiales adalides de la eficiencia y la honestidad. Lamentablemente
son lo que son, solo más de lo mismo. En todo caso pueden ser aceptados
como parte de una amarga transición que permita luego empezar a
construir una opción superadora, mucho mejor, más aceptable, esa que
valga la pena promover y de la que se pueda sentir un genuino orgullo.

El camino consiste en ser suficientemente crítico, disponerse a ser
parte de una construcción realmente virtuosa y evitar la infantil
complacencia de siempre, esa que termina siendo la impudicia de la
indulgencia.

Source: La impudicia de la indulgencia - Misceláneas de Cuba -
http://www.miscelaneasdecuba.net/web/Article/Index/55da1b1c3a682e0fb8b8f393#.Vdr4svaqqko

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