Sunday, November 11, 2012

'Moral burguesa' y revolución

Historia

'Moral burguesa' y revolución
Duanel Díaz Infante
Lewisburg 11-11-2012 - 5:13 am.

El discurso de autoinculpación de Padilla, los interrogatorios de la
Brigada 2506 y un libro de Rozitchner: en busca de una "moral burguesa".

Mucho contribuyó a la leyenda negra de la dictadura de Batista aquella
narrativa que en los años sesenta recreó la lucha antibatistiana en las
ciudades. En "El torturado" (Días de guerra, 1967) Julio Travieso
relata, por ejemplo, una sesión de tortura a un militante de la
clandestinidad, a partir de las declaraciones de los policías
involucrados, que han sido arrestados tras el triunfo de la Revolución.
Luego de representar de manera extremadamente gráfica el sadismo de los
sicarios, el cuento termina con la condena al principal de ellos "a la
pena máxima… La Habana, 10 de enero de 1959".

Aquí, la violencia "blanca" de la justicia popular contrasta con la
perversidad de las torturas; rápida, la muerte por fusilamiento se opone
a la horrible muerte sufrida por el muchacho del cuento. Todo ello viene
a representar una clausura y un nuevo comienzo, la partición de aguas
entre la violencia ilegítima de la satrapía y la justicia del pueblo
soberano.

Con su énfasis en la psicología de los torturadores, su realismo
extremo, esta literatura de la violencia podía, sin embargo, derivar en
lo que los marxistas llamaban "naturalismo", corría el riesgo de
escamotear el vínculo entre la derrocada dictadura y la clase burguesa.
Y hacia 1961, tras la declaración del "carácter socialista de la
revolución", ese nexo cobraba prioridad. En 1959, el proceso es contra
"los monstruosos asesinos y torturadores que con inimaginable sadismo y
crueldad se han ensañado con el pueblo", como decía aquella carta
abierta que un grupo de intelectuales dirigieron al presidente Urrutia
el 4 de febrero en el diario Revolución; el proceso es contra la
dictadura y sus sicarios. En 1961 se sienta en el banquillo la clase
burguesa.

Moral burguesa y revolución (Buenos Aires, 1963) uno de los libros más
originales de los tantos que se escribieron sobre la Revolución en los
sesenta, documenta insuperablemente este segundo momento. Lejos de las
variantes testimoniales preferidas por otros "amigos de Cuba", el
argentino León Rozitchner plantaba su tienda en el árido terreno del
análisis filosófico. Su objeto de estudio, sin embargo, no podía ser más
inmediato: las declaraciones de los integrantes de la brigada 2106,
recién publicadas por Ediciones R. en el volumen Los mercenarios, cuarto
y último de la serie "Playa Girón, derrota del imperialismo".

Entre radiografía y autopsia (los "gusanos", como la señora de Lot de
aquel poema de Benedetti, estaban muertos en vida, condenados a mirar al
pasado irrecuperable), el libro de Rozitchner caracteriza con científica
pretensión a una clase subjetivista e individualista, irrevocablemente
sentenciada por la historia. Idealistas, los burgueses nunca pueden
llegar a lo objetivo, a la "realidad plena"; siempre escamotean los
nexos entre persona y colectividad, naturalizando la división del
trabajo social.

En el capítulo "La verdad del grupo está en el asesino", Rozitchner se
concentra en la figura del torturador Calviño, que había sido
confrontado durante el interrogatorio por algunas de sus víctimas:
"Aisladamente Calviño es un criminal que hasta a los mismos burgueses
causa horror y desprecio. Pero fue solicitado por la misma burguesía
para cumplir su tarea, conformado dentro de ella, y vuelve con ella para
recuperar nuevamente esa función esencial que antes cumplía. Calviño,
como asesino, era aquel individuo al cual una colectividad le había
señalado las tareas más miserables, pero necesarias, de su sistema de
existencia: él estaba en relación inmediata con la muerte y la tortura,
porque el sistema requería esas muertes y torturas."

El orden burgués aparece, entonces, como un sistema dependiente de la
represión policial. La función del análisis marxista es restituir ese
vínculo objetivo que la mayoría de los brigadistas rompían
subjetivamente: "yo no he matado a nadie", "yo no conozco a Calviño",
"yo no tengo nada que ver con las torturas".

Mientras el énfasis en los "monstruosos criminales" propio de 1959 era
aún "burgués" —se trataba de procesar a determinadas personas culpables
de actos horrendos—, ahora de lo que se trata es de condenar a toda una
clase en su conjunto. No ya exigir que "Muera quien tiñe el asfalto,/ de
sangre tibia y espesa", como Severo Sarduy en una de las "décimas
revolucionarias" publicadas en enero del 59 en Revolución, ni decir "el
nombre de los culpables/ y el nombre de los grandes traidores/ y los
nombres de los crímenes/ y los nombres de los muertos/ y los nombres de
los tullidos/ y los nombres de los ciegos/ y los castrados, y los
mutilados", como Rolando Escardó, también en Revolución.

Con su retórica grandilocuente, contemporánea de los fusilamientos (las
décimas de Sarduy estaban firmadas en 1956, pero cuando se publicaron
parecía estarse cumpliendo el deseo justiciero del joven literato),
estos versos ilustran bien esa idea de la dictadura como mal absoluto
que, de las viñetas de Así en la paz como en la guerra (1960) de
Guillermo Cabrera Infante hasta algunos cuentos de Los años duros (1967)
de Jesús Díaz, la narrativa realista reproduce. Si esta literatura
tiende a destacar la violencia en sí, esos instantes donde los límites
del cuerpo y de la propia psiquis humana son tentados, en la crítica de
Rozitchner ese momento debe ser trascendido, para descubrir detrás de él
la verdad, no siempre aparente, de la dominación de clase. La tortura no
es sino una de las manifestaciones de la burguesía; la antípoda de la
Revolución no es ya la dictadura sino la clase burguesa.

Ciertamente, el "interrogatorio de La Habana" —como le llamó
Enzensberger en un conocido ensayo— ofreció al Gobierno revolucionario
la posibilidad de delimitar los campos; con sus declaraciones entre
cínicas e ingenuas los brigadistas evidenciaban, a contrario, la verdad
que había arribado al poder tras 1959. En el análisis de Rozitchner, la
contradicción fundamental venía a equivaler a aquella otra entre
oscurantismo e ilustración. "La burguesía es separación, división,
ocultamiento de las relaciones. La revolución es síntesis, conexión,
descubrimiento de lo que la burguesía ocultaba". La moral burguesa
partía de una concepción "metafísica" de la persona: el individuo
cerrado sobre sí mismo, aislado y absoluto. De ahí la "la marginalidad
burguesa" ("Si tengo algún pecado es haber vivido al margen de las
circunstancias…", reconocía uno de los interrogados), así como su
compañero inseparable, el "escepticismo burgués", que Rozitchner señala
en varios pasajes del interrogatorio.

Individualismo, Escepticismo, Marginalidad: ¿no son estos los vicios que
desfilan en la autocrítica de Padilla como personajes de un auto
sacramental? ¿No es la "moral burguesa", literalmente, el tema central
de ese famoso discurso? Así como el "yo solo quería vivir mi vida" de
uno de los brigadistas se le aparecía a Rozitchner como la quintaesencia
de la moral burguesa, el "yo quería sobresalir" de Padilla alcanza a
resumir la culpa del poeta, que no es otra que la persistencia de ese
"origen de clase" que César López, en su intervención de aquella noche,
reconocía no haber podido dejar del todo atrás (Libre, No.1, París, 1971).

El contraste, sin embargo, entre el interrogatorio de 1961 y la
autocrítica de 1971 es evidente. Los brigadistas no confiesan nada; se
defienden, insisten en su inocencia. Las declaraciones de aquellos
ilustran, en la lectura de Rozitchner, la moral burguesa, pero esa moral
no se dice a sí misma; los burgueses hablan de patria, de humanidad, de
principios universales.

Dicho en términos marxistas: la burguesía, a diferencia del
proletariado, no tiene "conciencia de clase". Es solo en la literatura
revolucionaria, esa que quiere situarse al margen de la ideología, que
los burgueses se reconocen como tales. En la tradición latinoamericana,
"Tierra y libertad" (1916) y "El niño proletario" (1973) son dos
notables ejemplos de este tipo de desmitificación. [i] En la obra de
teatro de Ricardo Flores Magón y el cuento de Osvaldo Lomborghini hay
una cierta inverosimilitud, algo de distanciamiento brechtiano: la
burguesía no es tanto representada como narrada, puesta al descubierto.

Algo de eso conlleva el discurso de Padilla, de manera paradójica; la
inverosimilitud refleja, desde luego, el carácter forzado de la
confesión; mientras más énfasis pone el poeta en la espontaneidad de su
autocrítica ("yo pedí esta reunión", "he venido a improvisarla", etc.),
más evidente es la puesta en escena de un guión cuya autoría colectiva
Padilla reconocería en sus memorias. En 1961 bastaba con que los
brigadistas defendieran su punto de vista; mientras más persistieran en
su error, más evidente sería la falacia de la ideología burguesa, de la
clase burguesa en su fracasado intento de restauración.
Significativamente, en la introducción de su libro Rozitchner aclara que
va a dejar de lado las declaraciones "de quienes no hacían sino confesar
plenamente su equívoco y su repentina adhesión a la Revolución". Es
justo esta posibilidad la que, una década tras los sucesos de Bahía de
Cochinos, viene a agotar Padilla.

De los dos grandes modelos de confesión con que cuenta la tradición
occidental —San Agustín, el pecador salvado por la gracia divina, y
Rousseau, el hombre naturalmente bueno que la sociedad va degradando—,
su discurso adopta desde luego el primero: "Yo nunca me cansaré de
agradecer a la Revolución Cubana la oportunidad que me ha brindado de
dividir mi vida en dos: el que fui y el que seré".

Padilla no puede, como los hombres de la brigada 2106, perseverar en su
error, ha de retractarse; ser a la vez el enemigo de clase y Rozitchner,
objeto de estudio y analista. No ya un burgués ciego, inmerso en la
falacia de esa ideología que busca confundirse con lo universal, sino
uno que, habiendo abierto los ojos, súbitamente toma distancia de la
mentalidad burguesa. Es justo ese distanciamiento, propio de la
literatura revolucionaria, lo que le permite señalar el escepticismo, el
individualismo y la marginalidad no ya como atributos universales de la
humanidad sino como características específicas de la moral burguesa.

Esta diferencia crucial entre la confesión y el interrogatorio refleja,
desde luego, el proceso mismo de la Revolución cubana entre esos dos
parteaguas que fueron los años de 1961 y 1971. El juicio a los
combatientes de la brigada 2106 es significativamente incruento; no solo
se respetaron todas las garantías de los prisioneros, sino que, al
final, se los cambió por alimentos. Todo ello da cuenta de la
extraordinaria confianza del régimen tras los sucesos de Playa Girón, su
fe en que la victoria en el campo de batalla había sido necesaria, en
tanto expresaba una superioridad no solo moral sino también ideológica:
el inevitable triunfo del socialismo. "Las discusiones fueron
extraordinarias. Como las razones y sinrazones de ellos, eran menos que
las nuestras, perdieron la batalla y la discusión", afirma aun Carlos
Franqui en Retrato de familia con Fidel (1981).

Muy distinta es la coyuntura una década después. A diferencia del
interrogatorio de la Habana, la confesión de Padilla no fue del todo
publicitada en el interior del país —una de tantas importantes
diferencias con los procesos de Moscú—; al evento fueron invitados solo
un número limitado de escritores; el discurso de autocrítica se
distribuyó al extranjero por medio de Prensa Latina y luego apareció en
Casa de las Américas, pero no fue reportado en los periódicos cubanos.
En el discurso de clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y
Cultura, transmitido por televisión, Castro alude al tema pero sin
llegar a pronunciar el nombre de Padilla. Tras el fracaso de la zafra de
1969-70, que se sumaba a los fracasos de experimentos anteriores como el
"cordón de La Habana", el Gobierno tenía que lidiar con un notable
aumento de la crítica en los círculos intelectuales, cubanos tanto como
extranjeros, que hasta entonces habían apoyado incondicionalmente a la
Revolución.

El contraste entre el interrogatorio de 1961 y la confesión de 1971
también refleja, desde luego, la diversa naturaleza de los sujetos
implicados. Los brigadistas eran burgueses contrarrevolucionarios;
acababan de participar en una batalla real, donde mataron y murieron. El
caso Padilla, en cambio, se relaciona con aquellas "guerritas" a las que
despectivamente aludía Castro en su discurso del 30 de junio de 1961:
las inútiles batallas de los intelectuales. El poeta denuncia la
"conspiración venenosa de todos los grupitos de desafectos de las zonas
culturales y artísticas"; el objeto de su autocrítica es la
intelligentsia, esos compañeros de viaje que, tras marchar hombro con
hombro junto a la Revolución, habían ido desviándose del buen camino
hasta llegar a confundirse con la propia contrarrevolución.

¿No eran los escritores, necesariamente, un rezago de esa "división del
trabajo social y moral de la burguesía" que Rozitchner señala en aquel
pasaje de Moral burguesa y revolución citado en la película Memorias del
subdesarrollo? Faltan, sin embargo, en ese catálogo que incluye a "el
sacerdote, el hombre de la libre empresa, el funcionario diletante, el
torturador, el filósofo, el político y los innumerables hijos de buena
familia".

No había escritores en la brigada 2106; la gran mayoría de los literatos
cubanos estaba por entonces en el bando revolucionario. Lo que
representa Padilla no es la burguesía vencida de 1961, el "enemigo de
clase", sino un alejamiento de la revolución más bien propio de lo que
la ortodoxia estalinista llamaría "enemigo del pueblo". No se trata ya
de aquella ingenua moral burguesa de los anticastristas, sino de una
última forma de la misma que aparece siempre enmascarada como rebeldía
antiburguesa, entre artistas e intelectuales que pretenden combatir el
orden burgués con las armas oxidadas de la propia conciencia burguesa.

Tras la primera carta en Le Monde donde los amigos extranjeros de
Padilla señalaban en su confesión un risible remedo de los procesos de
Moscú, el poeta cubano deja los campos claramente delimitados: "Nuestras
preocupaciones son el trabajo, el estudio, los planes que día tras día
transforman nuestro país. Los de ustedes son el esteticismo, la
chismografía parisiense, los alardes teorizantes que fueron mis defectos
más odiosos y que ustedes representan en grado máximo", escribe en la
carta fechada el 24 de mayo de 1971. Propiamente literaria o
intelectual, esta pérfida faceta de la moral burguesa quedará
tipificada, a lo largo del discurso de Padilla, bajo la figura del
desencanto. "Hay clichés del desencanto", señala el poeta, acusándose de
mantener el espíritu negativo de la etapa anterior; sus críticas, sus
dudas, sus reservas, no son una reacción al proceso degenerativo de la
revolución a lo largo de los años, sino la expresión de la incapacidad
suya de renovarse y alcanzar a comprender la Verdad.

Curiosamente, esta autocrítica reproduce no solo el canon de la revista
Verde Olivo —la reseña de Dos viejos pánicos que hace Leopoldo Ávila,
denunciando en la obra de Piñera la persistencia del espíritu
"individualista", "pequeñoburgués" anterior a 1959, desarrolla esta idea
medular de la ortodoxia de los setenta— sino la propia opinión de Fidel
Castro.

En las últimas páginas de La mala memoria, cuenta Padilla cómo el
Comandante se mostraba seguro de que él quería irse del país porque
"seguía pensando como antes"; en su último encuentro con el poeta,
Castro se quejó de que los intelectuales "lo inventan todo, lo
tergiversan todo", antes de anunciarle: "yo sé que esta revolución se
agrandará en tu memoria, y descubrirás que los mejores años de tu vida
fueron cuando la apoyaste, antes de que te enfermaras y te amargaras".

La enfermedad diferencia, justamente, la manera en que aparece la moral
burguesa en la confesión de Padilla y en el análisis de Rozitchner. Los
brigadistas eran cínicos o ingenuos, querían recuperar sus propiedades,
seguir explotando al pueblo, pero no estaban enfermos. Padilla lo está,
y su cuadro clínico, "ese ángulo enfermizo de la personalidad creadora",
se deja fácilmente describir mediante la teoría hipocrática de los
humores. "Yo empecé mi libro como hubiera podido empezar un filósofo
viejísimo y enfermo del hígado": bilis. "El resentimiento, la amargura,
el pesimismo": bilis negra.

Esos "elementos todos que no son más que sinónimos de contrarrevolución
en la literatura", ¿no caben perfectamente en la antigua noción de
melancolía? Aquellos "liberales burgueses" que se habían quitado la
careta de pensadores marxistas para mostrar "su verdadera cara de viejos
creadores de filosofía derrotista y reaccionaria", ¿qué eran sino seres
saturninos? Al atribuir su distanciamiento de la Revolución así como el
de sus hasta entonces amigos cubanos y extranjeros a ese mal que la
tradición atribuye a filósofos, artistas y literatos, el discurso de
Padilla reduce a hábito literario una desafección que de hecho se
extendía mucho más allá de "las zonas culturales y artísticas".

En este punto fundamental, la semejanza con la confesión de Isaac Babel
—"Caballería roja no fue sino una excusa para expresar todo mi mal humor
y no tenía nada que ver con lo que estaba ocurriendo en la Unión
Soviética"— no puede ser mayor.[ii] Padilla no conocía, desde luego,
este documento, que no fue público como las confesiones de los acusados
en los procesos de Moscú, pero sí conocía bien los elementos
fundamentales de la ortodoxia estalinista, lengua nunca suficientemente
enfática, que parece siempre caricatura de sí misma.

Ninguno de esos elementos falta en la confesión de 1971; el
cosmopolitismo (burgués), oscuro reverso del internacionalismo
(proletario), tiene allí reservado su sitio en el origen del mal. Si
Babel llega a confesar como delitos su conocimiento, instigado por
Trotski, de lenguas extranjeras y de la literatura occidental
contemporánea, Padilla afirma: "el deslumbramiento por las grandes
capitales, por la difusión internacional, por las culturas foráneas,
este es el punto de partida de todos mis errores".

Pero hay una diferencia decisiva: condenado como espía al servicio de
potencias extranjeras y conspirador en una trama para asesinar a Stalin,
Babel es fusilado; Padilla, en cambio, se salva. Él afirma en sus
memorias que se cuidó mucho de confesar únicamente delitos de opinión,
pero esto, desde luego, no explica del todo el hecho de que no haya sido
ni siquiera juzgado. No otros eran, por ejemplo, los delitos de aquel
informante de Oscar Lewis a quienes Ruth Lewis y Susan Rigdon llaman
"señor X", quien había leído algunos de los libros del etnógrafo
norteamericano y, cuatro meses antes de la interrupción del Proyecto
Cuba, lo había buscado para ofrecerle su historia de vida, y que, una
semana después de la expulsión de Lewis, fue arrestado y condenado a
seis años de prisión por "atentar contra la libertad y la estabilidad de
la nación". En contraste con esta sentencia, Padilla, cuyo delito era
básicamente el mismo —criticar a la Revolución ante intelectuales
extranjeros— fue ciertamente afortunado.

En la vida real, Padilla se salva, por medio de su autocrítica, de la
pena de muerte e incluso de la cárcel; en la ficción de su discurso, la
propia confesión representa la casi milagrosa salvación, como cura de la
enfermedad que ha padecido. Si el mal tiene que ver con las palabras,
con palabras comenzará a purgarse: "errores de los que yo quiero hablar,
de los que me gustaría hablar y hablar, como todo hombre que quiere
liberarse de un pasado que le pesa". Si ese pasado es oprobioso, la
confesión será espléndida, ejemplar el tránsito de la moral burguesa a
la revolución.

Si, según Rozitchner, "Restituir al pueblo, a cada individuo, el poder
de las armas, significa la destrucción de la más importante de las
delegaciones formales instituidas por la burguesía en su falsa división
del trabajo social", Padilla, significativamente, termina su discurso
con un llamado a abandonar esa división a la que tan afectos son los
escritores, reintegrándose a la comunidad mediante el servicio militar:
"¡Seamos soldados!".

Pero el comienzo de la rehabilitación no está en ese empuñar las armas,
sino en el llamado a hacerlo, en la autocrítica y la exhortación. En
última instancia, la confesión de Padilla, con su concepción del campo
literario como campo de batalla, no afirma sino la equivalencia entre
discurso y guerra, la imposibilidad misma de la neutralidad: tertium non
datur. La conversión delimita una y otra vez, enfáticamente, como
espacio de perdición esa moral burguesa que en el libro de Rozitchner
solo era revelada por el análisis marxista.

Lo que Moral burguesa y revolución desestimaba, por considerarlo carente
de valor sociológico e irrelevante para el análisis, ahora ocupa toda la
escena. Si allí la moral burguesa era una especie de precipitado de lo
que estaba como disuelto en las exculpatorias declaraciones de los
interrogados, en la confesión de Padilla la moral burguesa no es
analizada a partir de ningún discurso burgués sino más bien sintetizada
diligentemente por la retórica revolucionaria. Todas las sustancias —y
sobre todo una inexistente, pero de gran prosapia literaria, la
melancolía— sirven para obtener la moral burguesa.

En este sentido, el análisis de la confesión de Padilla viene por fuerza
a contradecir el análisis de Rozitchner. Si se admite que la confesión
del poeta fue forzada, habrá que reconocer que las conclusiones del
filósofo son erróneas, que Moral burguesa y revolución contiene tan poca
verdad como espontaneidad la performance de Padilla. Mientras aquel
libro señalaba la falacia del discurso burgués, la evidente falacia del
discurso revolucionario, una década más tarde, no viene a revelar sino
la ficción de esa moral burguesa que Rozitchner contraponía no ya a la
moral sino a la praxis revolucionaria. Porque no existe, la moral
burguesa ha de ser manufacturada, producida una y otra vez por el
discurso revolucionario, esa maquinaria donde colaboraban policías de
Villa Marista, críticos literarios como Portuondo, Castro mismo.

No se podría simplemente invertir la axiología: moral revolucionaria y
burguesía; la falacia del discurso revolucionario no equivale a ninguna
verdad de la burguesía, sino más bien al carácter ideológico,
mitológico, de esa distinción de burguesía y revolución como dos
subjetividades cuya contradicción dialéctica otorgaba inteligibilidad y
resolución a la historia.

La autocrítica de Padilla constituye la parte falsa de ese tema central
del ensayo de Rozitchner, en tanto fue necesaria para restablecer por la
fuerza lo que aparecía, cada vez más, como un dogma: la necesidad del
triunfo del socialismo. La continuidad, entonces, entre Moral burguesa y
revolución y la autocrítica de Padilla está en la violencia: la
violencia epistemológica del análisis de Rozitchner sobre un
interrogatorio donde no hubo violencia, desemboca en la violencia de ese
otro interrogatorio —contada en La mala memoria— que forzó la confesión,
y que en la letra esta niega una y otra vez.

Lo que a la luz de Moral burguesa y revolución viene a manifestar,
entonces, el caso Padilla es que no hubo necesidad, racionalidad
histórica alguna en la victoria de Playa Girón.[iii] Es justamente esa
incongruencia con el guión marxista lo que perpetúa la violencia en el
orden revolucionario, revelándolo como triunfo de la voluntad. Eso que
en su confesión el poeta presenta como gracia divina, la Revolución, no
era sino pura contingencia, razón de estado que necesitaba reafirmarse
en una arenga interminable.

Como Castro, Padilla debía "hablar y hablar", pero lo que expresaba el
horror vacui de aquellos discursos revolucionarios no era el sentido
histórico descubierto por Rozitchner en el fracaso de la invasión de
Bahía de Cochinos y las subsiguientes declaraciones de los prisioneros,
sino más bien su falta: en vez de "realizar la filosofía", la historia
bromeaba. Carlos Franqui se equivoca: si ganaron en 1961, no fue porque
tuvieran razón.

[i] En su obra de teatro, Flores Magón pone al descubierto la ideología
de la dominación mediante el contraste entre los apartes del cura y lo
que éste dice a los otros personajes. Por ejemplo, cuando los campesinos
reclaman un pedazo de tierra, el sacerdote dice en, en aparte, "Tierra
para trabajar por cuenta de ellos, y entonces ¿quién trabajará para el
amo, para el Gobierno y para mí?", mientras recuerda a los rebeldes que
deben soportar con resignación todos los sufrimientos terrenales pues
"mientras más sufráis aquí, más probabilidades tendréis de subir al
cielo". Con su absoluto cinismo, el sacerdote expone en toda su crudeza
la realidad de la explotación de clase —que en el caso del México
prerrevolucionario no es exactamente la burguesía, sino más bien la
alianza de burgueses, terratenientes y el clero. A su vez, en el relato
de Lamborghini el narrador se reconoce desde el inicio como un burgués;
la tortura, violación y muerte del "niño proletario" por parte de éste y
algunos otros compañeros de clase (social) no mimetiza en modo alguno
los discursos —universalistas, humanistas, conciliadores— de la
burguesía, ni siquiera la realidad misma de la explotación capitalista,
que necesita conservar con vida a los obreros para extraerles la
plusvalía, sino más bien esa posibilidad última que sería la regresión
al fascismo de una clase burguesa amenazada por el avance de las fuerzas
revolucionarias. En el caso de Flores Magón, la inverosimilitud en el
nivel de la representación responde a la intención didáctica,
panfletaria, de la obra; en el de Lamborghini, paradójicamente, a su
disgusto por lo moralizante de cierta narrativa de denuncia social que,
en la tradición argentina, representan algunos escritores del grupo de
Boedo.

[ii]"La revolución hizo posible que yo escribiera, y abrió el camino al
trabajo útil y feliz. Mi inherente individualismo, mis falsas
perspectivas literarias, y la influencia de los trotskistas […] me
llevaron a abandonar este camino. Cada año mi escritura se volvía más
hostil al lector soviético. Pero yo consideraba que tenía la razón, no
el lector. […], pero la salvación llegó en prisión. En los meses que he
pasado en prisión he comprendido y reconsiderado mis criterios más,
quizás, que en toda mi vida pasada. Con escalofriante claridad los
errores y crímenes de mi vida se alzaron ante mí, la decadencia y
suciedad de los círculos en que me movía…" (Vitaly Shentalinsky,
Arrested Voices. Resurrecting the Disappearded Writers of the Soviet
Regime, 1996)

[iii] En un ensayo leído en Cuba en los festejos por el cuarenta
aniversario de la Revolución, "Los cuarenta años de Cuba y el hombre
nuevo" (El ojo mocho, Buenos Aires, primavera de 1999), León Rozitchner
insistía, contra toda evidencia, en que la "creación de un hombre nuevo"
es la consigna que resume todo lo que la Revolución Cubana tuvo desde el
comienzo de original con respecto al socialismo soviético. "Ese énfasis
en la producción de un hombre nuevo", ¿no viene justo a desembocar en la
confesión de Padilla, aquel discurso donde, fatalmente, los viejos
fantasmas del estalinismo reencarnaban? Rozitchner dedicó todo un libro
(La cosa y la cruz: cristianismo, 1997) a leer críticamente la confesión
del obispo de Hipona como el modelo de la sujeción cristiana donde había
nacido y prosperado el capitalismo moderno, pero no reflexionó sobre el
lugar central de la confesión, la autobiografía y la conversión en el
mundo comunista. Rozitchner había traducido al español Humanismo y
terror (Leviatán, Buenos Aires, 1956), donde Maurice Merleau-Ponty
intentaba dar cuenta, desde el marxismo ortodoxo, de los procesos de
Moscú, pero la pregunta crucial de si ese terror rojo era aun una forma
de violencia revolucionaria nunca fue planteada por él para el caso de
la Revolución Cubana. Su ensayo de 1999 reproduce, sorprendentemente, no
solo el mito del "hombre nuevo" sino también el mito de la "revolución
con pachanga". Así concluye Rozitchner: "Y nos vino de pronto a la mente
el título de un libro de Guillén, su libro de poesía más cubano, El son
entero. Y me parece que ese título sintetiza, en lenguaje popular, lo
que estoy diciendo. El son entero de los cubanos, sin abstracción
ninguna, incluyendo todos sus ritmos y melodías en la unidad sensible de
su poesía, es el que muestra con qué se llena una expresión teórica, el
materialismo histórico: con el son entero del cuerpo sintiente,
imaginante y pensante de cada cubano que vive, resiste y crea día a día
la difícil existencia de la revolución en Cuba".

http://www.diariodecuba.com/cultura/13865-moral-burguesa-y-revolucion

No comments:

Post a Comment