Wednesday, February 8, 2012

Wilman: el hombre según su significado

Wilman Villar, Derechos Humanos

Wilman: el hombre según su significado

Para un régimen frente al cual solo somos una cifra médica, todo gesto
de decencia humana se convierte en susto político

Manuel Cuesta Morúa, La Habana | 08/02/2012

Ernst Jünger (1895-1998), el escritor y ensayista alemán, dejó para la
posteridad un enunciado que he grabado para siempre. Escribió: "Hay
ciertos rasgos que aparecen más visiblemente frente a la destrucción. El
hombre no actúa entonces según lo exige su conservación, sino según lo
exige su significado."

Wilman Villar Mendoza hoy y Orlando Zapata Tamayo ayer, fueron eso:
hombres espoleados por su significado, que es una manera de entender la
dignidad. Una dignidad ejercida desde los márgenes para dejar al rey una
vez más desnudo.

Si antropológicamente pueden rastrearse los orígenes del castrismo,
nunca se sabrá de qué pozo medieval proviene, en términos morales, este
rey desierto. La miseria de la rica hacienda colonial parece ser una de
las fuentes históricas de ese desprecio al otro, que es visto como el
esclavo en la antigüedad: un bien contable, en nuestro caso, para la
lírica revolucionaria.

Y a aquel no le importa sacrificar otra vida en el altar de la soberbia:
un crimen, un horror y un error que nos coloca frente a otro aprieto de
supervivencia como nación. Porque si la política no recupera los límites
morales como marco para sus prácticas, sus nociones y peripecias nunca
remontaremos el hueco en el que nos ha colocado una revolución sin
carácter. Por eso los mejores politólogos de nuestros días denuncian el
hiperrealismo político —que se practica ejemplarmente con el Gobierno
cubano― como el abandono de las mismas bases morales que justifican la
política. Y la hacen posible. Así se entiende cabalmente hoy lo que
viene denunciando la ética desde Aristóteles: que el castrismo, alejado
de la mínima comprensión del hombre moral, reduce su existencia a su
instrumentalidad política para luego arrojarlo cuando deja de servir a
sus intereses.

Por eso este nuevo pulso entre un proceso que se vive como religión y un
cuerpo humano desesperado; poniendo de relieve la crueldad de esa fe
presumida y, de paso, el vacío de su poesía de antaño. En efecto. Frente
a Wilman Mendoza la poesía se ha vuelto a retirar como ya lo había hecho
con Zapata Tamayo. Por el mismo motivo: ella no está en condiciones de
poner en marcha la misión de toda lírica al servicio del poder:
justificar y enmascarar la violencia, cantando la hazaña de sus héroes.
Razón por la que la poesía prestada al régimen, como un tropo forzoso,
se cae por enésima vez de un cuerpo al que, no obstante, algunos poetas
le siguen vendiendo puntualmente su mercancía.

Ese vacío poético me recuerda una de las mejores enseñanzas que recibí:
existen humanismos sin humanistas. Para un régimen frente al cual solo
somos una cifra médica, todo gesto de decencia humana se convierte en
susto político. Con él no existe diferencia entre disparar a una vaca y
dejar morir al otro en su diferencia y propia humanidad. Como observa
impotentemente su incapacidad para seguir controlando el espíritu
insumiso de cierto tipo de hombres y mujeres, entonces deja de
interesarse por la suerte de sus cuerpos. Lo que nos permite entender la
ruptura con lo mejor de la tradición de caballerosidad cubana, esa que
respeta a la mujer sobre todo por su condición de madre. Ruptura
envilecida en tanto ha logrado lo inimaginable en la cultura occidental:
mujeres golpeando a mujeres, como servicio revolucionario al poder de
los hombres.

Entonces Wilman muere a causa de un régimen que ya no respeta a la
mujer, para morir acusado, por ese mismo régimen, de violencia contra la
mujer.

El cinismo ―ese reconocimiento de la realidad que no acepta sus
consecuencias― es un señor de rostro feo con una marcada tendencia a
mezclar la soberbia, el desprecio y la subestimación de los demás. Un
señor que gasea nuestro rostro para que no veamos ni indaguemos sobre el
necesario vínculo ético entre el Estado y los ciudadanos, sobre las
justificaciones últimas en el ejercicio del poder y sobre su visión del
hombre genérico. Lo que es fundamental en términos civilizatorios. Y el
propósito de este cinismo de Estado es suspender lo más que pueda esta
pregunta moral: ¿consultas con tus propios valores antes de actuar, o no
actuar? Pregunta suspendida a un altísimo costo si tomamos en cuenta
que, contando con los dispositivos de sensibilidad en estado normal, es
psicológicamente inadmisible que se deje morir a alguien por razones de
Estado, tal y como se ha demostrado en todos los países de América
Latina donde los ciudadanos han hecho uso de este recurso extremo. De
Venezuela a Chile.

Los Estados modernos, sin estar de acuerdo con ella, entienden que entre
los valores de los dominados está la huelga de hambre: un arma política
en la que se utiliza el propio cuerpo como instrumento contra el Estado,
para lograr de éste la satisfacción de una demanda acumulada. Recurso
tan viejo como la más vieja de las luchas políticas, sustanciado como
método propio de los revolucionarios, y que solo la hipocresía puede
considerar peor que las muertes voluntarias provocadas por las guerras.

El ritual de muerte protagonizado por Wilman Mendoza alumbra, de este
modo, los abismos abiertos en la cultura y moral cubanas. Esa tensión
entre dominación y autonomía que, una vez más, fue resuelta a favor de
esta última al precio de la propia vida, como reapropiación de la
identidad moral. Y lo curioso es que esta identidad de las dignidades
humanas esté asociada en Cuba a supuestos delincuentes.

Por aquí, el conflicto que supone la muerte de Mendoza, con evidentes
consecuencias políticas, muestra una densidad moral inaceptable para las
autoridades cubanas. Por lo que hacen uso del expediente criminológico.
Para peor. Con ello se pone en juego entonces el otro recurso del
cinismo: la criminalización de la dignidad. Porque aunque duerme bien,
el poder no logra convivir cómodamente con la dignidad de los de abajo.

Y así regresa la ideología conservadora. Para ella la dignidad es el
atributo ceñero de las clases altas —el proletariado es nominal y solo
nominalmente la clase alta del conservadurismo revolucionario—, negada
de plano a los marginales reales o supuestos.

Como resulta lógico, la criminalización de Wilman, que estaba cantada,
es directamente proporcional a la incapacidad del régimen para aceptar
que existan hombres en Cuba capaces de morir sin matar; que es un asunto
cualitativamente distinto y superior al hecho de morir matando.

Imagino que sea difícil de asimilar por las autoridades un dato sutil
pero importante: el paso de la violencia pública a la violencia
simbólica contra el poder, a través del propio cuerpo, requiere
cualidades que un delincuente común no posee: concentración, coraje,
sentido de propósito, violencia acumulada, controlada y dirigida desde
la mente contra un objetivo poderoso, y un triste sentido del humor para
asimilar la banalidad festiva de hombres y mujeres que están ahí afuera
ignorando el sacrificio. En fin, esa cierta capacidad para considerar
abstracta y serenamente que hay algo que vale más que la propia vida.

Ahora bien. Vamos a partir de un supuesto, la marginalidad de Wilman,
para preguntarnos si ella es ajena a la historia total de Cuba. E
independientemente de que entendamos por qué, es anti y contra histórico
sugerir como respuesta que esa historia fue hecha exclusivamente por
gentes bien, miembros de la aristocracia progresista y visionaria cubana.

La participación del bandido en nuestra historia política es un hecho.
Dos razones están detrás de esto. La primera es que las luchas por las
independencias son indisociables en Cuba de las luchas de expectativa
social. Ello siempre significó incorporar al esclavizado, al explotado,
al marginado, al hombre que se conoce los intersticios de la sociedad,
que se arriesga al peligro y conoce los mecanismos de penetración en lo
oscuro de esa sociedad, y en las zonas inhóspitas de la geografía.

Significó también apropiarse de todo aquello que ayudara a fortalecer la
simbología nacional contra el extranjero y a reafirmar lo que se cree
como auténticamente cubano. Es por eso que Alberto "Yarini" Ponce de
León, un auténtico proxeneta, mujeriego y delincuente, que hoy podría
estar penando una condena de más o menos 30 años, fue y es un auténtico
icono de la cultura cubana y de nuestra reafirmación frente a lo
foráneo. En su caso, por haber logrado incursionar con éxito, astucia y
valentía en un negocio controlado por los franceses. Yarini goza por
esto de literatura y filmografía.

Recordemos en este sentido que los desarrollos en Cuba después del Pacto
del Zanjón, que puso fin a nuestra primera guerra por la independencia
(1868-1878) derivaron hacia una forma específica de protesta rural,
identificada como bandidismo social: campesinos que se convierten en
sujetos fuera de la ley, y llegan a gozar de la protección de los
residentes en la comunidad. Estos bandidos operaron en toda Cuba en la
década de 1880 a 1890. Bajo el liderazgo de gente como Juan Vento, José
Inocencio Sosa, ("Gallo Sosa"), y Manuel García ("el rey de los campos
de Cuba"), el líder más famoso que operaba en la provincia La Habana.
Pero estaban además desde Victoriano y Luís Machín en Pinar del Río
pasando por José Plasencia y Aurelio Sanabria, que se movían en la
provincia de Matanzas, hasta Florentino Rodríguez y Bruno Gutiérrez en
Santa Clara.

Todos ellos se incorporaron a las luchas por la independencia organizada
por el Partido Revolucionario Cubano de José Martí. Manuel García,
particularmente, fue un ardiente defensor de la libertad de Cuba. Él fue
uno de los criminales que aceptó la amnistía y un subsidio de las
autoridades coloniales para emigrar a la Florida en Estados Unidos. Allí
se convirtió a la causa independentista. A su regreso a Cuba en 1888, lo
hace como agente del Club Revolucionario de Cayo Hueso, y a menudo
invocaba lemas revolucionarios en sus asaltos contra la propiedad. Mucho
del dinero recolectado en estos años sirvió para apoyar las actividades
revolucionarias. Y el rescate obtenido por liberar del secuestro al
plantador Antonio Fernández de Castro en 1894 fue donado a los
organizadores del Partido Revolucionario Cubano en La Habana.

Aquello de Una Vida sin sombra, libro de Octavio Ramón Costa y Blanco,
escrito para realzar debidamente la vida del revolucionario cubano y
amigo de José Martí, Juan Gualberto Gómez, es expresión de un hecho: la
de muchas vidas revolucionarias con sombra.

Solo la vieja y predominante visión aristocrática de la historia de
Cuba, un país sin condados que tuvo condes y sin marcas que tuvo
marqueses, puede escamotear el asunto de los bandidos participando en la
historia. Y a pesar de que en su libro Lawless Liberators (Libertadores
sin Ley) la autora norteamericana Rosalie Schwartz analice profundamente
las consecuencias de los contactos de José Martí con los bandidos
cubanos para promover la independencia, lo cierto es que la
esquizofrenia cultural, política e histórica de crear dos mundos
paralelos en el curso de una historia cultural, social y política que se
confunde en una, y que no puede entenderse sin sus marginalidades, —las
creadas y las derivadas—, es el camino más corto para repetirnos. Como
aquel que no logra liberarse de sus traumas al negarse a reconocerlos en
público.

La segunda razón por lo que la historia constitutiva de Cuba no puede
ser separada de la historia del bandidismo es esta: Cuba ha tenido unos
anales demasiado cortos para forjar verdaderas aristocracias: ni de la
sangre, ni de la tierra, ni de los orígenes, ni de la guerra. La única
aristocracia que pareció cuajar en algún momento fue la del dinero, y
ella no fraguó en sus dos primeras condiciones: la tradición y la
continuidad a través del tiempo.

Los patéticos esfuerzos de inventarnos una aristocracia en estas tierras
han caído en el ridículo porque han carecido de algo esencial para toda
aristocracia: fuertes códigos de conducta y de honor que garantizan su
perdurabilidad y su comportamiento irrenunciable frente a las
tentaciones transgresoras.

Solo desde la aristocracia genuina puede forjarse la mentalidad
necesaria para tomar distancia de los modos y estilos de los de abajo,
sobre todo cuando se quiere dar conformación y cuerpo a un proyecto
específico de nación. Carecer de esa aristocracia real aquí era lógico y
fue lo que abrió las opciones a un proyecto independentista basado en el
legado republicano y cívico, y en los ideales democráticos y populares.

Lograr esto en Cuba requería asociarse, como he apuntado más arriba, a
los de abajo, a los esclavizados y desclasados, a los pobres y
marginados cargando, sin opciones e irremediablemente, con esas
conductas habituales que tienen, de paso, un nexo estrecho con los
modales ocultos de nuestras ficciones aristocráticas. Por eso a lo largo
de las luchas del siglo XX los más bellos ideales convivieron con los
secuestradores, marihuaneros, proxenetas y demás actores en el mundo
bajo de las conductas y las morales, en nuestro eterno camino a la
Revolución.

Manuel García, "el rey de los campos cubanos", tuvo su prolongación
revolucionaria en Crescencio Pérez, el campesino cubano que ayudó a los
rebeldes de la Sierra Maestra, y que estaba perseguido por una ley que
lo consideraba cuatrero, ladrón de ganado y antisocial.

¿Podría ser de otro modo? No. Donde las historias social y política se
imbrican para fundar un proyecto de nación es inevitable el cruce de
fronteras sociales, morales y de conductas asociadas a prácticas que,
abstractamente consideradas, son y nos parecen repudiables.
Fundamentalmente en naciones emergentes, en las que las clases sociales
se van forjando en el curso de su proceso y donde las tradiciones
cívicas y elevadas tienden a ser todo lo débil que puede ser una
tradición que está muy por debajo del milenio.

Y donde la historia social y política se conecta a una propuesta de
emancipación el asunto es más denso y complicado. Tema que captan todas
las narrativas progresistas. El mismo proceso de la Revolución Cubana es
elocuente. Secreto de los Generales, un libro de entrevistas concebido y
editado por el periodista Luis Báez en 1996, es un rico relato de las
historias de vida de muchos hombres que llegaron a generales y a
ostentar altos cargos en el país después de 1959. Y que realizaron
hazañas ponderables por cualquier academia militar del mundo. Ahí, en
ese libro, están presentes, abiertos y sugeridos, todos los claroscuros
posibles de la experiencia humana.

En la historia de Cuba no es posible juzgar eso sin creernos al mismo
tiempo que el curso de nuestro pasado debería semejar al de Austria.
Solo desde un vergonzante aristocratismo se puede entender que la
marginalidad no sea vista en Cuba con una mirada antropológica, social y
cultural al mismo tiempo. Un país que no ha hecho otra cosa que crear y
recrear marginalidades, y en consecuencia delincuentes, en todos los
niveles de la sociedad. En el Estado y en los arrabales.

Si Wilman Mendoza fue un delincuente, en un país de muchas
peligrosidades, conviene recordar que todas las caras de la moneda
aparecen en las páginas vivas de nuestros orígenes y de nuestra
historia, y también de nuestras posibilidades de partida hacia al
futuro. Cualquier futuro.

Y como siempre. Adecentarnos —por esta fecha se requiere un poder
decente sin queremos lograr la hegemonía de la decencia— y deshacernos
del lado oscuro de la historia exige una crítica del presente en todos
los estratos, niveles y ámbitos de la sociedad. Y, reitero, desde el
poder hacia abajo, nunca al revés. Fundamentalmente porque los pueblos
educados como niños perennes hacen lo que todos los niños: imitar a sus
educadores. Más en lo que ven hacer, que en lo que les dicen que hagan.
Para empezar sería bueno arrancar por respetar al hombre según su
significado.

http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/wilman-el-hombre-segun-su-significado-273759

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