Monday, February 13, 2012

Cuando me fui de la Habana de nadie me despedí

Ventana del lector

Cuando me fui de la Habana de nadie me despedí

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Blanca Acosta, St. Louis, MO | 13/02/2012

No se oye sino el silencio que hay en todas las soledades
Juan Rulfo

La Habana es una mujer muy bella que ni los años desgracia ni el
abandono y la negligencia han podido acabar con esa belleza
incontestada… hasta el momento. La senectud llega a imponerse siempre
dejando solo un cascajo de la núbil hermosura que una vez fue.

La visité en diciembre y, al regresar con el alma enlutada y sombría,
dudé mucho en escribir este artículo tan doloroso.

Desde Rancho Boyeros me percaté que la destrucción y el desgobierno no
habían cambiado, las calles mal iluminadas y llenas de baches, las
paredes con una mugre de medio siglo, los carteles de propaganda
pelados, el terrible olvido del totalitarismo.

Había ido a ver a mi hija, mi hermano y la belleza sin igual —lo digo
con conocimiento de causa— del mar cubano. Pero se me adentró en el alma
una idea terrible, recorrer la desesperanza.

Una mañana tan bella como solo hay en Cuba acompañé a mi hija a "buscar
el pan", el grocery tan vacío como siempre, más triste, más sin esperanzas.

Decidí recorrer mi Vedado donde nací y viví hasta que salí de Cuba; el
agua de albañal de las fosas desbordadas seguían haciendo arroyos en las
aceras, como las había dejado en agosto de 1996; los esqueletos de
parques que había dejado atrás ya no existían, y eso me recordó una
anécdota de cuando mi sobrino era un niñito. Lo había llevado a merendar
a Casalta y recorríamos esa zona otrora tan cosmopolita donde se unen El
Vedado y Miramar. Ingenuo e incrédulo me preguntó si era verdad que
antes las aceras y los parques habían estado cubiertos por césped; no
supe qué decirle, lo llevé al parque Emiliano Zapata para que tuviera
una idea de lo bella que una vez había sido la Habana.

Otra mañana de gloria fui al cementerio a visitar las tumbas de mi madre
y de mi tía; me acompañaba mi padre que aún estaba vivo. Aquellos ojos
verdes se nublaron de una tristeza de la cual no se sale:

— Me voy a morir sin haber visto que este desastre se acaba. Ni el
cementerio se ha salvado.

Ahora pienso que también yo voy a morir sin haber visto la esperanza en
una vieja plaza liberada.

Llegó un momento en que mi viaje se había convertido en un Vía Crucis,
mis ojos lo grababan todo; no me atreví a sacar fotos. Entré a los baños
de las cafeterías, fui a los llamados Círculos Sociales, cuyos pisos
tienen una costra de salitre que podría abastecer de sal a La Habana;
por allí caminé, en silencio triste y alerta; veía a los niños jugar
entre tanto desamparo. Donde antes había arena ahora había diente de
perro, una metáfora de la sociedad cubana.

Otro día visité a una amistad en su apartamento de microbrigada que yo
había ayudado a construir. El musgo conquistaba las hendijas en el techo
entre las lozas prefabricadas a las que no se les había puesto una cinta
para hacerlas impermeables, las paredes mal terminadas parecían tener
acné. Había llevado una botella de ron, café y otras chucherías; al ver
cómo se le iluminaba el rostro a esa persona comprendí el abismo de la
miseria.

Venía una prima de mi hija de Matanzas y fuimos a esperarla a la
terminal de ómnibus. Creo que ese fue el peor impacto… aquel mar de
personas mal vestidas, con la piel y los cabellos resecos, con la mirada
sin brillo, caminando por un piso pringoso era sencillamente un
infierno. No le dije nada a mi hija porque no me hubiera entendido y
hubiera pensado que me estaba dando aires.

En otra ocasión fui a la Habana colonial a la que han convertido en una
ramera maquillada como un payaso, donde "típicas señoritas, vestidas en
típicas vestimentas cubanas" les leen el porvenir a los turistas
incautos. Sentí deseos de sacar a latigazos a los mercaderes del templo,
pero no quería acabar crucificada en el Monte de Villa Marista.

Al regresar (no voy a describir el aeropuerto ni a quienes lo
administran, ya no puedo seguir abundando en el Inferno), mirando con
tristeza por la ventanilla del avión aquel paisaje tan conocido y tan
lejano, me percaté que para cambiar a Cuba, antes de las carretillas con
mangos y los paladares y Eusebio Leal, hay que establecer un Gobierno y
una sociedad civil que impida que todo lo que he descrito continúe
sucediendo. Tengo 61 años pero tuve tiempo de conocer aquella ciudad
cosmopolita y próspera en la que mis padres me llevaban creo que al
primer Mall que existió en América, el de la Rampa y Malecón. ¡Se me
había olvidado el patético "mall" actual de Paseo y Malecón! ¿Qué más
hay que decir?

http://www.cubaencuentro.com/cuba/articulos/cuando-me-fui-de-la-habana-de-nadie-me-despedi-273890

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